Pavana

Vamos del cuarto de los papeles, los libros viejos y las motas de polvo, al balcón de la vereda.  El alba acaba de romper y  un cielo envuelto en tenue duermevela nos invita al sosiego. Algo imposible.

 La presiento a mi lado a sabiendas de que todo es consecuencia de la fiebre de heno y mi calentura interior, pero si estirara la mano tocaría su piel blanca como la cal y sentiría un murmullo de suspiros saliendo de esos labios que fueron durante un tiempo el malecón de amarre de los míos. No está, pero su sombra se acurruca a mi lado. La tomo por su   brazo tembloroso y la  llevo al sofá de las ondulantes calenturas de antaño bajo un cuadro de azules y rojos que es todo su rostro. Lo  realizó un pintor amigo con los sueltos retazos de  la memoria.

 

 Le hablo como aquella tarde del largo adiós cuando las palabras, frías, sabían a sangre cuajada.

 

 “Existen días como éste en que es difícil hablar. Te introduces en ti misma,  guardas la mirada hacia adentro y pareciera que te pierdes por los recovecos de tus sueños interiores. No sé, pero presiento que es complicado ser mujer”.

 

 Desde  hacía tiempo el único deseo  escondido entre  sus pechos pequeños  cual limoneros duros, era recorrer países, ver gente. Cuando le decía que todas las ciudades son iguales, como las cicatrices, me llamaba viejo.

 

   “Eres un paisaje adolorido”, y pasaba la mano sobre  mi rostro. Le entusiasmaban por aquel entonces los vientos alisios y los copos de nieve. “Moriré - decía - sobre la nieve”.

 

 “Espera - le dije -, un día vendrás conmigo a tocarla”.

 

 Y esperó esa partida, y con la espera, por algún pliegue del alma se le fueron los deseos de viajar, pues tenía todos los caminos, cada sendero, catedral, puente o río, en la retina de los ojos.  Y en ese ir sin ir, se nos fueron los años.

 

  En cierta ocasión preguntó muy quedo: “¿Recuerdas como debe ser ya el otoño?”. “Sí,  - respondí -  ocre cual tus ojos, mientras la niebla sería el vaho que deja escapar cada uno de tus anhelos”.

 

 Hablo como si ella estuviera a mi lado, como si nuestra vida fuera un bloque de granito levantando sobre la placita por donde  realizábamos aquellos paseos matinales tejidos de querencia.

 

    Al  sentirla ahora tan cerca, todo se me llena de raudal alegría. Pienso, viéndola tan blanca, casi transparente, casi diáfana, que aunque escapemos el uno del otro, la esencia de los años quedará en esta vereda, y  a pesar de sus faroles rotos, sus aceras carcomidas, el viento suelto, los alegres y parlanchines borrachitos sentados durante horas bajo el balcón, nuestra existencia se guarecerá aquí para siempre envuelta en el verde oscuro de las paredes.

 Un día,  cuando ya no estaba a mi lado y sentía una profunda pesadumbre, como un dolor interior, para consolarme escribí en el cuadernillo de notas: “Somos como dos cromos caducos, una vida vivida solamente en nuestra imaginación”. Entonces me hice una doliente pregunta: “¿Por qué ese recuerdo duele tanto?”.



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