Todo parece repetirse en la vida. Es igual a un tiovivo dando vueltas irreversiblemente sobre la angustia, la soledad, el tedio y el olvido. En exiguos momentos roza la bruma del afecto, lo envuelven en polvo de ensueño, hace temblar el alma, encogerse la piel, aletargar la mirada y uno lo recubre de un nombre sonoro, tierno y quebradizo: querencia.
El clásico, don Francisco de Quevedo y Villegas, cuando se trata de pasión lo dice bien: “Quien lo probó lo sabe”.
Era una mañana adormecida anunciando lluvia, mientras las nubes formaban cúmulos grises. Los tilos alicaídos, el arce con sus anchas hojas parecía hacerle sombra a los castaños que franqueaban el bulevar. Entre los aleros algunos mirlos. Los pausados tranvías, con ese ruido tan propio, iban y venían delante del hotel Metropol, en una ciudad de Belgrado entumecida, y lo hacían con el paso cansino del hierro viejo.
Me alejo de la pantalla de la computadora. Repaso el cuadernillo de notas donde voy punzando, más que escribiendo, los acontecimientos sueltos de una existencia monótona y un poco a contrapeso, como un dejarse ir. Todo aquel tiempo perenne está allí.
Vestía un sencillo conjunto de raso azul y sus hombros los cubría una chaquetilla de lana hecha a mano, de esas que ancianas mujeres venidas de los pueblecitos de las llanuras del Sava, tejían permanentemente a la entrada de la fortaleza en el Parque de Kalemegdan.
Estaba linda. El rostro transparente, los labios limpios. Sus ojos eran los mismos: gozosos, vivarachos, de un verde marino hondo. El apesadumbrado era uno. Regresaba a una ciudad aletargada y a un hotel todo recuerdos, ahora esparcidos por las comisuras del aliento. Ninguno de los dos éramos ya los mismos y sabíamos que ese encuentro sería el último. Y lo fue. Creo haberlo contado en otra ocasión, pero hay recuerdos que, como la brisa en las noches serenas, regresan siempre a refrescar la frente.
Esa muchacha, cántaro de agua para unos labios con sed, llamada Vera - el nombre femenino más hermoso en lengua eslava - penetraba en el claroscuro de mis amores clandestinos, esos que si unos los roza con la mirada, hieren.
Nos sentamos en el bar para reconfortarnos. Como en otras ocasiones, licor de guindas para los dos. Las despedidas dejan escozor en la membrana del ánimo. Una hilera de fotografías en las paredes ofrecía un panorama de los tiempos gloriosos del hotel, cuando el mariscal Tito venía triunfante a recibir en estos salones con olor a alcanfor rancio, a sus más importantes huéspedes.
Algunas de las figuras estaban rasgadas: alguien, con ira, les punzó los ojos, y eso se podía interpretar de dos maneras: adoración u odio.
Suele ser frecuente en las iglesias ortodoxas eslavas que los creyentes, con los dedos, palpen, una y otra vez en plan de devoción, los ojos de los santos hasta dejarlos ciegos; dicen que da buena suerte y ayuda ante las graves enfermedades de la mente.
Acerqué mi mano y rocé los ojos de Vera: “Para que no me olvides”. Ella hizo lo mismo con los míos humedecidos y quejumbrosos.
Era la hora de la partida. El hotel todo él era una despedida. Con ese adiós dejaba una ciudad, un país y una pasión.
Esta noche pasada he seguido leyendo unas asombrosas memorias de Isaac Bashevis Singer, en cuyas páginas el amor y el exilio se contraponen. Es la perpetua vida saliendo a nuestro encuentro.