Abro la prensa del 02/11/2012 y me encuentro reunidos en un solo día tres ejemplos iluminadores de nuestro problema particular, nuestro problema de ser asturianos, que es un elemento permanente de nuestra continua decadencia y destrucción como sociedad y constituye una variable independiente de las otras que hoy nos afligen, la financiera y la productiva. Porque, desde hace décadas, cuando las cosas van bien en España a nosotros nos van regular; cuando mal, peor. ¿Hace falta recordar acaso que nuestras altas tasas de paro en comparación con otras regiones industriales, nuestra baja tasa de actividad y las enormes dificultades de empleo de nuestra juventud no son fruto de esta coyuntura?
Pero vengamos a esas epifanías dolorosamente iluminadoras del segundo día de mes. He aquí un artículo de mi amigo Emilio Serrano Quesada, «La industria agroalimentaria en Asturias». ¿Qué nos dice? Pues que «ni los comerciantes, ni los ciudadanos ni la Administración apostamos por nuestros productos, como hacen otras autonomías». Y se pregunta: «¿Por qué seguimos en el tiempo con esa consigna indiferente en no dedicarle atención a nuestros productos?» (Un paréntesis: vayan ustedes a un restaurante de la comunidad menos «identitaria» de España, al menor de sus pueblos, intenten que les pongan con la comida agua que no sea de allí, no lo verán. Vayan ustedes a la mayoría de las casas de comidas de esta región, será inútil que pidan agua del país: no la tendrán).
En otra página, el propietario de un vino de Cangas prestigiado por su calificación en una afamada guía de vinos se queja y habla de su producto y de los de Cangas en general: «Dicen que nadie es profeta en su tierra, y en este caso no puede ser más verdad. En Asturias, en general, no se creen este vino [el de Cangas], y bajas a Madrid, o sales a sitios como Mallorca o Suiza y todo son alabanzas».
Veamos otra cara del problema. Sección local. He aquí un Erasmus estadounidense, George Delgado, que estudia en Vigo. Se encuentra de visita y afirma: «Nunca había oído hablar de Oviedo, y eso que conozco los premios Príncipe de Asturias». ¡Anda!, ¿pero no nos era tan útil ese acontecimiento anual? ¿No nos servía para proyectar en el mundo la imagen de Asturies y de la capital? Pues, como he dicho siempre, no: con respecto a nosotros, los premios suceden en un no-lugar de España. Y uno recuerda, al respecto, cómo, puestos a dotar al acto de su color local, quienes lo retransmiten por la televisión suelen hablar de los «gaiteiros» y de la «sidriña».
Es entonces cuando recuerdo que, justo el día anterior, el día de Todos los Santos, Pola recibía en su programa, «La quintana de Pola», a Maxi Rodríguez, para hablar de un libro de este, «¿Cómo ye lo nuestro?». En él cuenta que, con ocasión de estar en un bar en Madrid, el camarero se empeñó en que Maxi era gallego; cuando, al final, a regañadientes, aceptó que era asturiano, le dijo en un intento de empatizar: «lo sé, “vaquiña”, “sidriña”, “coroña”». Y Pola concluía, en el estilo Pola: «nun nos conoz ni Dios».
He ahí otra parte de lo que nos pasa: pese a nuestra babayería de que «Asturias es España y lo demás tierra reconquistada» o de nuestra presunción de singularidad por Pelayo o el 34, nuestra existencia para los demás es ninguna, somos unos perfectos desconocidos en España, y no digamos ya en el mundo.
Y lo somos porque lo queremos ser. Nuestras elites juegan, en general, el papel de vicarias de Madrid, repiten sus discursos, eructan sus tópicos, siguen sus consignas, sin importales el daño o trastorno que aquí puedan causar o su absoluta inutilidad para nuestra tierra. Más penosa es aún su actitud cuando creen ser la conciencia intelectual del Estado o se comportan, incluso, como la «reserva espiritual» de su ideología o facción (por poner, creo que era Arcadi Espada quien recordaba hace poco que el PSOE ya solo era tal en Asturies, que constituía el único lugar donde no era «Partido socialista de…», sino FSA) o cuando corren a «salvar el mundo», por ejemplo, a Cataluña, traicionando los intereses de los asturianos. La gente común, por lo demás, se limita a interiorizar los tópicos que les insuflan («No pintamos nada, somos menos que un barrio de Madrid») y a humillarse en el conformismo o a culpar a los demás de que «no nos ayudan». En todo caso, en todos ellos, una actitud común: borrar cualquier peculiaridad de nuestra historia, ocultar nuestras singularidades culturales, acallar cualquier cosa que nos pueda hacer diferentes; sino burlarse de todo ello o menospreciarlo.
Las consecuencias están a la vista, no son un vector menor de nuestra permanente y progresiva ruina económica. ¿Por qué, pongamos, creen ustedes que nuestro turismo presenta cifras alarmantes de descenso frente a otras comunidades de la España Verde, como Galicia o el País Vasco? Pues, entre otras razones, porque ellos exhiben su diferencia, como entidad política colectiva y como poseedores de peculiaridades, desde las culturales a las gastronómicas, y nosotros las ocultamos o menospreciamos.
Díganme, ¿a causa de qué nadie iba a poner sus ojos en un lugar que no ve y, a verlo, no le ofrece nada distinto, salvo quizás su enorme parecido con la Madrid profunda, de cuyos museos y riqueza cultural y social, por otro lado carece?
No queremos ser y eso es lo que somos. Y así nos va.