No compres un fagot

Les cuento ésto, queridos lector@s, para evitar que nadie viva tan bochornosa experiencia como la que vivió un servidor, impelido por la artera publicidad televisiva y un cierto romanticismo propio de la seseentona hacia la que camino a paso de gigante.

 

Después de ver unas catorce mil veces el anuncio ese en el que un buen mozo --que no es mi caso, claro-- anda con un fagot por la ciudad y acaba ligándose a una espléndida moza con ojos de gata, como los de la cantinera de Joaquín Sabina, no aguanté más y me fuí a la primera tienda de instrumentos, musicales, claro, que encontré, mareando al estupefacto dependiente hasta que, no sé de dónde, consiguió un fagot.

 

Asiendo con fuerza el armatoste tubular, decidí iniciar una jornada normal, normal aunque con la secreta esperanza de topar con la moza de los ojos verdes, quizá para sacarme la espina de mi juventud debida a que nunca encontré a la opípara señora que buscaba deseperadamente a Jacques. Iba yo dispuesto, en ambas ocasiones, a decir raudo lo de Gila en la boda. "y si no pa mí". 

 

Así las cosas, llegué a la plaza de la Escandalera y crucé hasta la acera de la Caja de Ahorros. Allí, un cejijunto paisano boina en ristre me preguntó por la Universidad, por lo que giré rápidamente para indicarle la dirección. ¡Hay madre, la que armé! Un honrado vendedor de cupón que en ese momento no voceaba su cantinela, ¡pon para hoy!, llevó un fagotazu en el focicu que casi pierde dos dientes. Me volví raudo para pedir perdón, horrorizado, y ¡hala!, la boina del paisanu al carajo.

 

Después de salir como pude del desastroso incidente, huí, más que marché, calle adelante. Pero héte aquí que a la altura de la Jirafa, me encuentro con mi docto amigo, Don Guillermo, uno de los puntales de la geología universal. Guillermo es un caballero español en todo el sentido de la palabra. Y para poder hacer gala más aún de su exquisita educación, suele portar sombrero --hace años vestía también una elegante capa española--, tocado que, al verme, elevó gentilmente con su mano al tiempo que realizaba una amistosa inclinación de cabeza. Yo, con la mente aún algo confusa, correspondí, como suelo hacer, con una media reverencia, pero ¡horror!, inclinando el fagot al mismo tiempo, con lo que le propiné a mi buen amigo un coscorrón de cuidado en su docto frontal, con lo que si bien conseguí perturbar su impasibilidad inglesa, también se me acentuaron el sonrrojo y la confusión.

 

Tras mascullar unas excusas, y un "luego nos vemos, tengo prisa, adiós", decidí ir a tomar un café a la Mallorquina, que cerquina ta. Allí, por fin, sentéme en la terraza y, para que no me confundiesen con un virtuoso de Sabe dios Dónde, medio disimulé el artefacto, colocándolo inclinado, detrás de una farola del mar, digo del gas.

Al poco, veo acercarse a un diligente y servicial camarero, portando una badeja colmada de cafés, con leche, sin leche, cortados..., tes y refreescos variados. Creo recordar que asomaba, incluso, una tostada con mermelada por en medio de las tazas. Así que decidí esperar que acabase el servicio. Por turnos, sí señor.

 

Pero, ¡tierra trágame! El demoníaco instrumento asomaba su parte inferior por detrás de la farola, a ras de suelo, y el camarero que no lo ve, allá que se va a besar la moqueta con fruición. ¡Qué estrépito! ¡Qué pandemonio! ¡Qué vergüenza!  tras muchas explicaciones y apelaciones, y aquello de que "soy amigo de don Carlos y don Federico", salgo de estampida con el artefacto asesino, que así me lo parecía ya a esas alturas.

 

Total, que corro hacia La Goleta, y llego a la puerta, mirando hacia atrás no sin ira, sino con miedo de que una enfurecida turba viniese tras de mí. Me imaginaba una pesadilla en la que el ciego, el hombre del sombrero, el camarero y varios clientes indignados me perseguían por las calles de Oviedo para tirarme huevos podridos y tronchos de col a la cabeza.

 

Y, mira tú por donde, que el fagot no pasa de alto. Pienso. De ancho. tampoco. ¡Ya está! De frente. ¡El acabóse! Por no mirar, embisto en plena tripa no a Su Majestad, sino al venerable Don Manuel, que salía en ese momento con su paso habitual y su bastón. No les cuento más....

 

Dos horas después, volví contrito a devolver el maldito fagot.

 

Nunca más, se lo juro.



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