Es otoño – ocres sobre paisajes adormilados - en la tierra al otro lado del mar océano que me ha recogido cual paria buscando sosiego. Los árboles tiritan y la corta hierba ha comenzado a germinar con una inusitada fuerza.
La casa arcaica y mohosa de mi lejana niñez está envuelta en un silencio casi sepulcral. Reviso viejas notas escritas pero jamás enviadas, ahora mustias a razón del inexorable paso de los días. Un pedazo de nuestra vida mora ahí, y en esas letras están retenidos los sentimientos más veraces.
Por aquel entonces te entusiasmaban los vientos y los copos de nieve. Un día me dijiste mientras doblabas unos retazos de tela comprados a una gitana ambulante: “Moriré sobre la nieve, me volveré carámbano, campanilla blanca, beso frío”.
En ese desasosiego, como barca hundida en la arena, se nos fueron los años. Cuando no estabas a mi lado, o de noche, escribía cartas; fueron cientos, acaso miles. Ninguna de esas misivas llegó a tus manos, pero en cada una se reflejaba el amor que, a la par de la fiebre, iba subiendo dentro de mí.
Un día, cuando el cielo estaba plomizo y la luz apenas inundaba el cuarto, te pregunté si recordabas el otoño, la estación de nuestras primeras travesuras y aquellos escamoteos de un cariño dulce, suave y honesto como una retama recién crecida y asustadiza del viento.
Lo dijiste muy quedo, como para que no te oyera ni el propio aliento: “El otoño se ha vuelto mucho más melancólico, él también tirita y sufre”.
Tus pechos saltaban como aves asustadas, mientras la mirada, esos ojos inmensos, se introducían en ti misma. Bien lo recuerdo: estabas preciosa. Tu boca invitaba al beso, pero lo dejé en el aire aleteando entre los ramajes de los castaños y olmos desnudos.
Y ahora estoy aquí, en esas callecitas de la villa marinera donde si toco las paredes húmedas, siento tu aliento y la esencia de aquellos besos furtivos.
Leo la carta pausadamente y me perece ridícula, pero me digo como el poeta de la Lisboa con sabor a salitre y sombras en la comisura del alma adolorida: “Sólo las criaturas que no escribieron nunca cartas de amor son ridículas”.
Ya pasado el tiempo vivencial, estamos ante un espacio perdido y muy olvidado, pero que de una forma u otra, sin apenas darnos cuenta, nos atañe a todos lo que una vez hemos dicho con sincera conmoción: ¡Te quiero, pequeño gorrión!
Lo afirmó Fernando Pessoa. “Todas las cartas de amor son ridículas. / No serían cartas de amor si no fueran ridículas / También yo escribí en mis tiempos / cartas de amor ridículas”.
Y así vamos por estas callejuelas a orillas del mar Cantábrico haciendo de los recuerdos una falúa varada.