Pocas veces la información estadística ha sido tan concluyente. Continúa el proceso de destrucción de puestos de trabajo, lo que, sumado a la incorporación de nuevas cohortes de población al mercado laboral, da unas tasas de desempleo históricamente altas. Lo son en el conjunto de la población activa y, muy especialmente, entre la población joven: más de la mitad de personas que pertenecen a este colectivo quieren trabajar pero no pueden hacerlo.
Téngase en cuenta que una parte de la población en edad de trabajar, si no recibe una prestación que la obligue a permanecer en los registros estadísticos y ante las escasas perspectivas de encontrar un puesto de trabajo, ha dejado de ser demandante activa de un puesto de trabajo, pasando a engrosar las filas de la población inactiva, (una parte de esta población se mueve en los degradados espacios de la economía sumergida).
Una vez agotada la prestación por desempleo, –prestación que se ha reducido, tanto en su importe como en el periodo de percepción-, los trabajadores que han dejado de recibirla pasan a depender de las redes sociales, que también han visto mermado su presupuesto, fruto de los recortes presupuestarios.
Destaca el hecho de que, en el todavía corto periodo de implementación de la reforma laboral –sí, aquélla que justificaba el gobierno porque crearía las condiciones de flexibilidad necesarias para que las empresas crearan empleos-, se han disparado los expedientes de regulación de empleo, lo que ha acelerado la destrucción de puestos de trabajo.
Aunque es muy difícil reunir información estadística al respecto, cada vez son más frecuentes las noticias (no son anécdotas esporádicas) de que en un buen número de empresas, bajo la amenaza del despido como alternativa al alcance de la mano, se está aumentando, de hecho, la jornada de trabajo. Lo mismo sucede con los ritmos de ejecución de las tareas.
Pero no se trata sólo del empleo y de las condiciones en que se desempeña. Asimismo, los salarios promedio de los trabajadores se han reducido, por el doble efecto del aumento de los precios de los bienes y servicios destinados al consumo de la población y del recorte de los salarios nominales. Como consecuencia de este proceso, cobra importancia la categoría de trabajadores pobres, esto es personas que, teniendo un empleo, se encuentran en los umbrales de la pobreza, careciendo, por lo tanto, de los medios de subsistencia necesarios para llevar una vida digna.
La destrucción de empleo, el aumento del desempleo, la caída de los salarios reales y la precariedad de una parte sustancial de los puestos de trabajo han contribuido a una creciente polarización social. Tanto la evolución del índice de Gini como la relación entre los ingresos de los grupos de población situados en los extremos de la distribución de la renta dan cuenta de esa realidad. Este proceso de degradación no sólo ha afectado a los colectivos más vulnerables; también ha arrastrado a una parte de las clases medias.
Estamos pues ante un sombrío panorama, confirmado e incluso superado por los últimos datos obtenidos de la encuesta de población activa. Y la situación aun puede empeorar más en un futuro inmediato. Esto es lo que anuncian las previsiones realizadas por el Fondo Monetario Internacional.
Pero acaso lo peor, lo que produce más desasosiego, es que estamos a punto de concluir el quinto año de crisis económica, periodo en el que el gobierno ha volcado una cantidad enorme de recursos públicos para intentar salir del pozo del estancamiento. Sin ningún resultado. No es extraño que se extienda la percepción de que los políticos han perdido el norte, y que los continuos y crecientes recortes en los presupuestos de las administraciones públicas no abren ningún camino de salida de la crisis. Eso sí, ayudas y recortes que están llenado los bolsillos de algunos grupos económicos.
Parece evidente que las políticas de rigor presupuestario y las reformas estructurales que las acompañan han fracasado. Si su justificación última era devolver a las economías a una senda de crecimiento y, a partir de ahí, aumentar los niveles de empleo, han quedado claramente deslegitimadas. Más aún, tampoco han conseguido su objetivo más inmediato: sanear las cuentas de las administraciones públicas. Entonces, ¿por qué mantenernos en el camino equivocado, por qué razón perseverar en el error? Sólo una combinación de dogmatismo, ideología e intereses puede explicar el inmovilismo y la rigidez de los políticos y de los economistas que les prestan la cobertura intelectual que necesitan.
Toda esta situación ha generado impotencia y fatalidad entre amplios segmentos de la población. Pero, en paralelo, en algunos colectivos -todavía minoritarios, pero dispuestos a oponer una rotunda resistencia a las políticas gubernamentales y a la voracidad de los mercados- esta deriva ha provocado una indignación activa. Éste y no otro es el camino para cambiar las cosas.
*Profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid. Investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales. Miembro del colectivo econoNuestra (http://econonuestra.org/)