La joven muchacha de la vereda, ahí en mi calle de Chacaito, rubia como cardo en flor, el viento, la lluvia o un mal sueño entre los brazos de un gañán, la dejó embarazada, y ahora lleva esa tempestad de leche cuajada corriendo por sus venas, mientras un calor húmedo, pegadizo, le hace cosquilleos en los ojos cubiertos ahora de gruesos lagrimones, como si fueran dos teas encendidas subiendo del bajo vientre.
En más de una ocasión he intentado hablarle, ofrecerle un consuelo, comentarle que la vida es bella precisamente por esas cosas tan maravillosas que suceden dentro de la piel de la mujer. Ella posiblemente no sepa, pero uno sí, que las ilusiones del cotidiano vivir pueden suceder por otros senderos, por otros cielos o acaso en lo más alejado de nosotros mismos, pero crear una bizna de vida, ese pedacito de aleluya, solamente una mujer, cual un díos, puede realizar. Es, a todas luces, el milagro de las mil maravillas.
Un juglar de caminos serpenteados lo dijo en sonata del alba:
“Sólo un instante más / un momento de reposo en el vientre y otra mujer nos concebirá”.
¡ Bendita sea la nacencia !
la maternidad es el único tesoro que la mujer hace suyo, y aunque alguna vez, posiblemente como ahora, la carne azulada de la propia carne llegó de la mano de la pasión, no del deseo o el amor compartido, las palabras - todas – se hacen un nudo en la garganta cuando uno se enfrenta a un recién nacido.
Hay cardos en flor hirientes y punzantes, otros casi angelicales y brumosos, pero un embarazo es la mayor sinfonía de la vida, el canto matutino de la esperanza, la esencia de todo, la verdadera razón de que Dios exista.