Aterrizamos en Puerto Príncipe en una avioneta pequeña de hélices. Las turbulencias del viaje y del momento de tomar tierra, no eran comparables con una turbulencia más interna y desavisada cuando el corazón se te encoje ante algo que te desborda por completo. Era como si Dios mismo quisiera pedirnos los ojos para asomarnos a una ventana entreabierta que de pronto Él abriese de par en par, para decirnos de nuevo aquel mandato tremendo y dulce a la vez: “Dadles vosotros de comer”. Atreveos a mirar y luego decid qué os falta, qué os sobra, decid dónde y cómo estáis cada cual. A fuerza de creernos el ombligo de todo, una batería descarada de derechos y con una tímida y retórica inclusión de algún deber, andamos paseando muchas veces la ampulosidad injusta que ofende a los verdaderamente pobres, o los caprichos a la carta que no queremos que nadie ni nada los toque.
Haití te cura de todo eso, de un modo intenso, fiero, sin contemplaciones. Siempre cabe luego la componenda, la justificación para seguir en el paripé sin más ni más. Y cabe, mucho más, las dificultades reales que tanta gente atraviesa y sufre, sin estar bajo escombros de terremotos, sino bajo los escombros de otra tragedia que les ha puesto al límite de sus posibilidades o incluso más allá. A este ventanal nos fuimos asomando con reparo, con temor disfrazado también para que no se notase demasiado el rubor ante la vida real que no cabe en el glamour de la frivolidad.
Los niños, fueron la primera cita. Unas carreteras casi impracticables nos fueron acercando hasta un poblado en donde la pobreza tiene tantas caras que no puedes disimular mirando para otro lado. La situación no es precisamente interpretable. Pero una vez más, los niños hacen disparar nuestras miradas calculadoras de adultos respetables. Ellos miran la vida como nosotros olvidamos tiempo atrás en la edad de la inocencia. No tienen intereses, no saben de enjuagues, de pactos, de rencores. Viven día a día, rodeados de lo que son capaces de agarrar con sus manitas, mientras un llanto fugaz o una sonrisa bendita nos va delatando el estado de ánimo de ese pequeño o pequeña.
Siempre me desbordan los niños, quizás porque me reprochan sin quererlo el niño que uno lleva dentro y que demasiado pronto lo dejamos envejecer, con arrugas de prejuicios, de escepticismo, pero capaz de volver a nacer. El pecado original no es mayor que la inocencia original cuando dejamos que la gracia del Señor Resucitado nos permita nacer de nuevo, como Jesús proponía a ese buscador nocturno, niño al fin en su búsqueda sincera, que era Nicodemo.
Me encontraba en aquella capilla de Fond Parisien, donde la Carmelitas Vedrunas mantienen un colegio sin igual. Educarles, ayudarles a crecer humanamente en todos los sentidos, también en la fe. Aquellos niños y niñas (éstas eran la mayoría) el cristianismo quiere acompañarles lealmente en todas sus preguntas, esas por las que Jesucristo dio la vida. Sus uniformes me llamaban la atención por la alegría con la que los llevaban con una especie de dignidad sin orgullo. Las niñas especialmente, con sus apenas cinco años, columpiaban sus piernas de piel tan morena en aquellas sillas de plástico que les venían grandes, mientras parecían chistarnos para que reparásemos en sus contrastantes calcetines blancos. Junto con las coletas de los mil colores, eran una explosión de inocencia y desenfado.
Celebré la misa en francés, que no pocos de ellos ni siquiera entendían, aunque las lecturas se proclamaron en Creole, la lengua nativa. En una breve homilía, que me fueron traduciendo al Creole, les dije que Dios con cada niño quiere escribir una historia de amor, una historia que ya ha comenzado a contarnos. Les miraba y me preguntaba las historias hermosas y colmadas que de ellos podríamos dentro unos años gozar y agradecer, y también me pregunté por las historias frustradas que por el egoísmo de los adultos haríamos fracasar tan torpemente. Allí habría médicos, maestros, sacerdotes, religiosas, profesores, padres y madres de familia… ¡qué sé yo qué Dios ha pensado personalmente para cada uno de ellos. Bendije a aquellos niños pidiendo al Señor que su sueño en ellos se cumpla, que no ganen la batalla nuestras pesadillas.
De allí nos fuimos al Campamento de Tabarre, donde los Padres Paúles y las Franciscanas Hijas de la Misericordia, con la colaboración de Mensajeros de la Paz, llevan adelante una labor ingente de acogida en todos los sentidos para quienes todo lo han perdido con el terremoto. No es el campamento más duro con tiendas de tela que se inundan tras cada lluvia torrencial (pude ver varias), sino unos casetones que al menos les permiten llevar adelante sus vidas hasta nuevo aviso.
Niños, muchos niños, algunos jóvenes, adultos de todas las edades, y también un grupo no pequeño de ancianos que son recogidos en el centro de día para distintas actividades religiosas, educativas, recreativas, en definitiva integralmente humanizadoras. Con aquellos ancianos tuve la ocasión de hablar y les dije lo que a los niños pero desde otra perspectiva: la historia de amor que Dios escribió para ellos cuando les llamó a la vida, ha tenido tantos momentos. Habrá párrafos preciosos, y habrá también algunos renglones torcidos. Pero los borrones de la vida, la pérdida o confusión del argumento, las trampas, las caídas, no tienen nunca la última palabra cuando es Dios quien sale al encuentro y es capaz con ellos de volver a empezar. La mirada hacia atrás no debe ser de tristeza resentida, sino de gratitud y confianza cuando con ese divino Escribano que es el Señor se puede reconducir con esperanza la vieja historia para la que cada cual nació.
Fueron rayos de cielo, que con la humildad discreta de Dios, se dejaban deslizar sin alharaca ni tronío en medio de la oscuridad enormemente doliente de esa catástrofe natural y humana que es Haití tras el terremoto. Pero hay esperanza en los niños, hay confianza en los ancianos. Ojalá sepamos llegar a ellos, a todos estos hermanos, para acercarles con palabras y gestos las razones por las que en medio de todo son amados y esperados. Dios está aquí.
*Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo