“Abrir puertas y ventanas las que vivís en el pueblo, el segador pide rosas para adornar su sombrero”. Era una copla aprendida la primera vez que fui emigrante – después lo seguí siendo para siempre -. Desde la cornisa del mar Cantábrico cruzamos la frontera de Francia con una pequeña compañía de teatro ambulante para representar en un pueblecito de Burdeos a orillas del Garona, “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca.
Aquellos campos eran entonces Europa, a mis espaldas comenzaba el África profunda, clerical, oscurantista y retrógrada. Vi cosas tan extrañas como el primer beso de una pareja enamorada en plena calle; docenas de carros cruzando plazas y avenidas, comida en las estanterías de los abastos y ante todo una desenvoltura tan natural en la gente como si jamás hubieran conocido el hambre, la represión y la presencia omnipresente de la policía.
Era, en cierto sentido libre o por lo menos podía mirar, ver, tocar, andar, sentarme en un banco y sentir la sensación de que el aire era más puro, limpio y transparente. Había sido – lo supe después - un espejismo, pues la libertad como tal no existe, estás condicionado por todas las circunstancias que te rodean. Pero mientras duró aquella sensación, fue hermosa, y pocas veces en mi existencia he podido sentir tan esplendoroso momento de desahogo interior.
Y esa canción del coro de los hombres pidiendo tras las gruesas paredes de la casona donde Bernarda cuida la virginidad de sus hijas, con cerrojo, pidiendo abrir puertas y ventanas, fue la viva sensación de que las fronteras deberían ser como el mar / océano: inmensas, abiertas, portón sin tranca para no impedir a las olas y al viento cruzar.
Era una quimera y lo supe pronto. Desde el día en que dejé la tierra de mis mayores, el manzano florido, el hórreo, el pequeño riachuelo de Ceares y los campos de la arquería, sería ya emigrante para siempre. Y si regresara, sucedería lo mismo: uno ya no es de esta orilla ni de aquella otra, se ha quedado varado en medio, como el solitario mojón sobre la raya fronteriza.
Recordaba esto como la repetición de un viejo filme que uno estuviera cansado de ver, ante la despedida de una joven periodista camino de Europa. Como ella hemos visto a otros partir en pos de la Itaca soñada. Van ilusionados, pero pronto conocerán la bofetada de la emigración envuelta en soledad y miedos. Aquí el mundo se les caía encima; el país, embochinchado, ha pasado de la decadencia al desencanto, el futuro se les hace muy empinado, pero allá fuera, las puertas y ventanas se les irán cerrando a cal y canto. Habrá alguna rendija, pero las penas se acumularán como la saliva en la boca cuando uno siente la sensación de impotencia y ahogo.
Cada día es más difícil emigrar a Europa y a otras partes del mundo. Las naciones van levantando inmensos muros burocráticos que casi tocan los cielos. Los antaño paraísos para los desterrados de la tierra han bloqueado sus refugios. Francia, por ejemplo, ha dejado de ser lo que era: cuna del perseguido y Alemania, generosa, como los países nórdicos, han dado la espalda a los hambrientos de libertad.
La globalización solamente contempla en demasía el intercambio del bienes y servicios, pero no del ser humano. Es más barata la mano de obra en las regiones paupérrimas y allí debe quedarse, estancada, hundida. Clavada sobre los rieles y las fábricas, rumiando sueños y deshojando desesperanzas