Mi programa de visitas y encuentros en Israel - antes de partir hacía Caracas con la intención de estar presente en las elecciones presidenciales - es completo, por lo tanto intento, en las pocas horas que dispongo, sentir la realidad, cada vivencia y si es posible también las dudas y a pasión de una nación que renace cada día.
El sionismo no es un fin, pues cuando un pueblo tiene una Alianza con Dios y permanentemente va al encuentro de la Tierra Prometida, la realidad contiene ribetes de odisea, es decir, epopeya heroica.
Mirar y ver. También escuchar. Eso hago. Tomo apuntes de todo, parezco un reportero bisoño, y en eso me doy cuenta sobre mi deseo interior de trascender por encima del tiempo. Los años acumulan olvido.
Me acuerdo de algunas escenas de la niñez, de aquellas cerezas sustraídas a hurtadillas en mesón de la cocina de tía Segunda y un viaje encantador - podía tener cinco años - a un río donde se alzaban olmos erguidos, chopos y viejos castaños. Veo el mantel de cuadros verdes y azules sobre el suelo, el flan con menta, la ensalada repleta de color. Contemplo a mi madre. Hablo o le quiero quitarle un caballo de cartón a mi hermano más pequeño. Todo está ahí, claro, directo y hasta escucho el agua del río contra las piedras y el aire fresco bajando de la loma donde, inclinado, había un cementerio. No obstante ignoro con certeza lo que hice ayer. Por eso apunto. Deseo retener el poco tiempo que aun me queda
Cuando regrese a Caracas todo formará parte del tiempo ido, pero inexorable, que forman la dualidades interiores del ser humano, donde la arcilla que es carne y el espíritu, soplo de eternidad, se hace lágrima, sueño y anhelo de vida.
Las piedras en Israel es el tiempo congelado. Uno siembra una simiente y al escarbar, se encuentra con capiteles, celosías, rostros romanos, miradas y ánforas griegas, espadas de cruzados, monolíticos inmensos de grandes toneladas, jarras con nombres y fechas. Hay más ruinas que tierra, por eso lo frutos en los árboles tienen sabor a sándalo, incienso, humo de hierba, olores de templos paganos o canela y mirra quemada a los pies del Arca de la Alianza.
A tal causa, el judío redime cada día la tierra, ya que los surcos son el yugo primitivo entre él y Yahvé. La Tierra Santa.
Voy leyendo, tumbado sobre la cama en el hotel Eldan de Jerusalén ya entrada la noche, y después de una larga jornada, la llamada tesis de Lamm. La noche es serena. Una luna se posa sobre la ciudad y su luz parece traspasar la impresionante Cúpula de la Roca sobre el Monte del Templo. Me digo que esta ciudad tiene duende, una especie de Cábala, misticismo religioso creado hacia los seres de andar y ver. Eso mismo hizo Marc Chagall; no creía y aún así, pintaba cristos crucificados con tallit (chal de oración) y violinistas en los tejados tocando hacia el propio cielo.
Tzvi Lamm fue hace años profesor de la Universidad Hebrea. Los que le han conocido y lo admiraron a cuenta de su sapiencia y valentía al expresar sus sentimientos por esta tierra a la cual amó por encima de él mismo, lo llamaban “autista”, algo así como un rechazo a la verdadera realidad.
Él expresó algo que hoy se debe analizar a la luz de los actuales acontecimientos: “la conquista de la tierra donde alzaban poblados árabes, nos impidió comprender que nuestra colonización y toma de posesión de los territorios convertiría nuestra existencia como estado en una poderosa presión que uniría al mundo árabe y agravaría nuestra insegura situación en una forma hasta ahora desconocida en nuestra historia”.
Esto lo dijo hace cuatro décadas.