Dama de otoño

Oriana  Fallaci era como un abanico chino  detrás del cual todo rostro guarda las contradicciones de la vida, incluida la rabia  por vivir. En esto se parecía a su compatriota Curzio Malaparte. Los dos  creyeron, uno  en la suave y melancólica tierra de Toscana donde duerme el descanso de la muerte, la otra entre el cinturón de Nueva York hasta su fallecimiento, que Italia, Europa entera y más de medio mundo, es una masa putrefacta, el cadáver descompuesto de una madre muerta que en vida fuera cruel, desalmada y pérfida.

 A la Fallaci  y a Malaparte siempre les acompañó el escándalo.

Cuando Curzio era un muerto frío, casi congelado, llevado  por los  caminos solitarios de las hondonadas florentinas como arpas de hierba al  encuentro de su tumba en Prato en un furgón funerario, también se enterraba con él la carne muerta del cadáver materno, la sangre cuajada corriendo como la lava del  Etna por las calles de Nápoles al encuentro de la bahía, y a aquellos efebos espigados, heridos en su pudor, profundamente desencajados, femeninos hasta en la saliva, bajo la Torre del Greco en un  acantilado pétreo  cara a la bahía azulada de Capri, la isla de los farallones y los pinos negros.

 Espero regresar a ellos en los primeros días de noviembre y así  adormecer el alma entre olivares y viñedos, subiendo por la escalera fenicia, desde Marina Grande a la Villa de San Michele, para llegar, ya con la tarde a cuestas, a las imperiales ruinas de la villa Damecuta, donde la brisa trae cantos de sirena y recuerdo de amores furtivos.

Oriana, igual  a la  libélula envuelta en capullo, como aquel niño que jamás nació y quedó en las entrañas de su madre mamando sin cesar la sangre, se debatió en la polémica casi desde su nacimiento a la literatura, cuando era un proyecto de periodista por las calles de Roma.

 La Fallaci decía,  observando la apesadumbrada Europa  padeciendo el fundamentalismo islámico, algo certero: “...  detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y sus calzadas”.

Había dentro de ella en esos instantes – y lo hay ahora en Europa- el llamado “síndrome andalusí”, con el que  desde hace años analistas y periodistas tratan de  escudriñar las causas que propician la expansión del islamismo exaltado que, por desgracia, ha ido ganando terreno al verdadero Islam – abierto, conciliador, pleno de virtudes humanísticas -  convirtiéndose en delirio cruel y desalmado.

 Sobre esto, y Oriana, habrá que seguir matizando conceptos. Posiblemente  desde Capri, cuando la serenidad haga mella en  el alma y el acogedor otoño esté en su mayor esplendor.



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