Escucho y leo con extrañeza a tertulianos y eruditos afirmar con rotundidad que la independencia de Cataluña es imposible porque las leyes y la Constitución no lo permiten o no lo harán posible. Y con enorme entusiasmo despliegan toda su sabiduría en explicar el largo proceso que, pasando por las cortes y por un referéndum entre todos los habitantes de España, sería necesario.
Pero para proclamar la independencia no se necesita más que un balcón donde asomarse y decirlo, como hicieron Companys y Macià en 1931 y 1934. Porque quien se declara independiente de otro entiende que es soberano para hacerlo y, en consecuencia, que la leyes ajenas carecen de cualquier sentido para sí mismo. Es él, a partir de ahora, el único capaz de legislar y obligarse mediante lo legislado; y ello, además, en el entendimiento de que su soberanía, en la cual basa su derecho a proclamarse independiente, era previa a esa afloración de la misma que constituye su manifestación. Por tanto, ningún poder tienen sobre él ninguna ley ni voluntad que no sea las suyas. La soberanía y la independencia son actos políticos, no jurídicos; fuente de juridicidad, no producto de ella. El proclamarse independiente es, en términos lingüísticos, un acto realizativo.
Valgan las consideraciones anteriores para tratar de situar en su realidad el proceso a que se enfrenta Cataluña y al que nos enfrentamos el resto de los ciudadanos de España. Digamos, en primer lugar, que la voluntad de independencia y la sensación de su proximidad es en estos momentos un sentimiento generalizado en Cataluña, entre los nacionalistas, en primer lugar, pero también entre una mayoría de ciudadanos que no provienen históricamente de esa emocionalidad. Anotemos, asimismo, que la puesta en marcha de ese proceso se da como inevitable por muchos observadores.
Quizás merezca la pena señalar que ese proceso de emotividad popular ha tomado las dimensiones actuales de forma inopinada. Se ha ido gestando, preparando y motivando durante mucho tiempo, es cierto, pero su eclosión generalizada y virulenta (como la de las flores del milagro de san Luis del Monte, que Feijoo estudió) se ha producido en horas. En este sentido, los manifestantes del día 11 se han puesto por delante de muchos políticos nacionalistas que pretendían ir administrando la situación o preparando el futuro poco a poco; de modo que ahora no pueden estos más que subirse al tigre y cabalgar sobre él sabiendo que ya no podrán bajarse ni refrenar sus ímpetus. Y, por otro lado, si quien sube al balcón tiene la mayoría parlamentaria suficiente y el apoyo popular, ¿qué cabria hacer desde la periclitada legalidad del estado?, ¿mandar los tanques?, ¿encarcelar a todos los dirigentes?, ¿suspender la autonomía y nombrar a dedo gestores de la administración?
Apuntan algunos que a los catalanes no les interesa en verdad la independencia, por importantísimos motivos que se podrían sustanciar en dos: en primer lugar que descendería notablemente su renta per cápita; en segundo lugar, que podría convertirse en un estado paria, fuera de la Unión Europea. Argumentar eso es desconocer que, pese a lo que se diga, la política es mas emoción que razón; y, en segundo lugar, que los políticos harán lo que les exijan sus ciudadanos, aunque conozcan o teman el desastre al que se podrían encaminar.
Es conveniente señalar también que al actual estado de cosas han concurrido no solo los nacionalistas, sino gente de tan poca sustancia como los militantes y dirigentes del PSOE de toda España y de Cataluña. A la cabeza de ellos, Zapatero, quien, entre otras lindezas, afirmaba que la última reforma estatutaria solventaría «el problema catalán» por veinticinco años. El resto de los dirigentes —con nuestro brillante Javier Fernández a la cabeza— en su pos, preparando el camino desde el verano de 2003 en Santillana, con aquel invento discriminador del «federalismo asimétrico» para Cataluña.
Evidentemente la cuestión catalana, su propuesta independentista, va a ser fuente de problemas políticos de enorme gravedad, para ellos y para todos nosotros. Y también económicos. Porque es posible que la incertidumbre del conflicto dificulte nuestra financiación exterior y provoque retracción interior. Si pensamos, además, que a partir de las elecciones vascas probablemente se planteará el conflicto en términos semejantes, emulando los vascos a los catalanes y, a su vez, compitiendo el PNV y Bildu por capitalizar el proceso, el panorama se dibuja ciertamente borrascoso.
A mi modo de ver, no hay más que una forma de enfrentarse al problema y es dar un paso adelante mediante un acuerdo PP-PSOE que, modificando la constitución, reconozca el derecho de autodeterminación y establezca las condiciones para la celebración de referendos de independencia, señalando el quórum necesario para el éxito (un 70 %, por ejemplo, cifra que proponía Xavier Arzallus hace tiempo) y las fórmulas para la indemnización de aquellas personas que no quisieran adoptar la nacionalidad del nuevo estado y prefiriesen abandonarlo.
De esta forma, al eliminar el pretexto de que no existen cauces para la expresión del pueblo, se dificultaría el fait accompli de la independencia unilateral; se proporcionaría una válvula de escape a los políticos nacionalistas que, empujados a proclamar la independencia, dudasen de su conveniencia; y, mediante un acendramiento de los procedimientos democráticos, se trasladarían el problema y la resolución del mismo al propio territorio mismo donde se origina: los partidarios de la independencia deberían enfrentarse y clarificar dificultades y voluntades con todos los conciudadanos de su propio territorio, sin que ahora, frente al exterior, pudiesen oponer una voluntad universal nunca medida, comprobada ni sometida a un debate clarificador.