Se acerca a mi ánimo y susurra como si leyera sobre la piel desmembrada. Ella me entrega una nota con sabor a sándalo; la recibo y la guardo para leerla después a escondidas.
“Roca era tu corazón en los comienzos, pero yo arremetí, / y poco a poco lo quebré con el martillo de la esperanza, / y encontré suave arena de dicha y allí anclé, / y brotó el agua artesiana del amor”.
Las voces eran del juglar Pablo Liasidis, el mismo que trenzara toda su obra en lengua chipriota griega, la isla de la perpetua bajamar y tan sarracena ella sin saberlo.
Las palabras de la galanteada tal vez comiencen a hacerse herida y los ensueños, antaño sueltos y vivarachos, empiecen a volverse tristeza u olvido.
No es cierto que el amante posea anhelos libertinos perennemente. La subsistencia desgasta, seca, duele de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve una mixtura de hematomas, un camino serpenteado de dolores donde antes existía un pozo de ilusiones.
Es pasada la cosecha cuando el tiempo inapelable nos alcanza y nos enfrentamos con cada uno de los espectros de nuestra fortuita existencia. A partir de ahí las noches se hacen largas, la fosforescencia parece esconderse, y sentimos como el fresco de la tierra se fue amoldando entre los huesos, ahora mucho más quebradizos.
Oculto en la vereda, vuelto hastío y dobleces, te contemplo al trasluz de un tiempo rasgado; es lo mismo que cuando llega la fiebre, duele la piel y hay gotas de sudor hasta en el aliento.
Por esta época, hace añales, ambulando lejos de estos vapores del trópico, a la orilla del río Duero, por el camino a la ermita de San Saturio, entre olmos grises con iniciales y fechas de enamorados que cantó en versos el poeta de la Laguna Negra, me quedaba horas bajo los arcos de la concatedral, mientras contemplaba una torrencial lluvia como nunca he vuelto a ver más.
Cuando Eurípides pidió no derramar lágrimas nuevas sobre penas antiguas, destapó el frasco donde se mezcla la esperanza con unas gotas de agua de rosas, ese bálsamo que los pueblos árabes dan a los enfermos del alma.
Retomo el manual de los poetas griegos, y Takis Varvitsiotis, venido de Salónica, canta desesperado entre angustias filosas y romero marchito:
“El libro cerrado, el violín dolorido, / o un ángel roto que vela. / Donde estáis mis manos de niño, / me olvidasteis. Mas no puedo, / ojos ya no tengo para llorar. / La lluvia se limitó sólo al jardín.”
Mirando tras los visillos de la ventana presiento la cercana partida, mientras las pesadas alforjas se van llenado de hálito, céfiro y olvido...
Voy manoseando sin tino la estantería de los libros. Ella los tocó, los abrió y los leyó muchas veces. Era el tiempo de la calma, el sosiego recóndito, los días languidecidos y sin fin. Algunas veces amanecía esplendorosamente y al momento ya era de noche. El tiempo no contaba.
La miraba, y la luz se hallaba toda dentro de ella. Era cual una tea incandescente.