En Francia los musulmanes vienen pidiendo no colgar en las aulas el crucifijo. Es decir, una nación con tres mil años de fe cristiana, tiene que ceder parte de su legado histórico por el chantaje de unos pocos.
Glosamos esto releyendo la constitución de la Unión Europea, la Carta Magna que conforman la confederación, al no aparecer en ella ni una sola mención sobre la raíz cristiana del viejo continente.
Preferimos creer en un “olvido”, pero la verdad es que estamos ante una decisión absurda y vejatoria, donde concurre mezquindad a raudales entre mucha letra grandilocuente, pero vacía.
La historia de Europa pervive imbuida de profunda esencia cristiana, y no reconocer eso es un acto de pura decadencia moral, un olvido imperdonable y una bofetada trapera y ruin a una convicción profunda que ayudó a forjar la integridad cultural de Occidente, destacando esas impresionantes catedrales cuyos maestros picapedreros, con sus ábsides, rosetones, patios conventuales, colmaron de cántaros de luz sobre el espíritu imperecedero.
Desde los concilios de Letrán y Nicea, convocados por el emperador Constantino entre los años 313 y 325, la Iglesia de Cristo comenzó a estar presente a través de una compleja red organizativa, que comenzaba en la parroquia, continuaba en la diócesis y concluía en el Pontificado de Roma. Por eso se ha dicho, que las creencias cristianas penetraban en todos los ámbitos de la vida del individuo, desde el nacimiento hasta la muerte.
Se podría hablar de miles de aportaciones del catolicismo pero sería suficiente una para catalogar su valor: durante la llamada Baja Edad Media, el cultivo de las letras y, en general, el saber, se refugió en los monasterios, y allí, tras sus muros, se salvó de los alocados vandalismos que imperaban.
En esos tiempos de oscurantismo, una de las ocupaciones de los monjes era la copia de textos, práctica que subsistió hasta le llegada de la imprenta. Sin ese aporte, nuestros conocimientos estarían truncados.