Escuchaba en la mañana del sábado en su programa de Onda Cero a Isabel Gemio defender candorosamente un cambio en la Ley Electoral, para que gobernase siempre la fuerza más votada. Amén de que Isabel daba por hecho que la mayor parte de la sociedad española está de acuerdo con eso, lo que no se sustenta, que yo sepa, en evidencia alguna, su comentario me llenó de tristeza porque, a mi entender, trasciende una suerte de ignorancia política de lo que es la democracia y de los fundamentos de la representación popular, al tiempo que detrás de esa expresión determinista asoman las orejillas de un cierto atavismo anhelante de paces sociales producto del ordeno y mando.
Espero que no me malinterprete doña Isabel, por lo que paso a explicarme. El problema, a mi juicio, proviene de una interesada y torticera intepretación del sentido de la representación popular y de la legitimidad de las cámaras, interpetación que realizan constantemente los aparatos de los gandes partidos, convertidos en maquinarias de obtener votos y que constantemente secuestran la representación popular delegada en concejales y diputados para apropiársela, inconstitucional y deslealmente, desorientando además al pueblo al que llegan a confundir hasta el punto de tragarse una mentira millones de veces repetida.
Ejemplo palmario de ello es que no existen en nuestro ordenamiento legal ni candidatos a la Presidencia del Gobierno, ni candidatos a la Alcaldía del Ayuntamiento. Existen candidatos a las cámaras. Es decir, a tal o cual Parlamento, a tal o cuál Corporación municipal. De entre ellos, han de elegir con posterioridad a quien encargan formar Gobierno, que, incluso, previendo casos excepcionales, puede no ser un miembro de ese Parlamento. Y eso es así porque la Constitución, en la misma línea de cualquier otra democracia, respeta el principio de que el pueblo elige a sus representantes, y por eso las actas de diputado o concejal, sus sillas o escaños, son de cada uno de los electos y no de los partidos, que no son receptores legítimos de la representación popular.
Así es que en las cámaras o plenos se forman mayorías en torno a un programa de gobierno, mayorías que son la suma de la mitad más uno de los concejales o diputados, sean cuales sean las siglas con las que se hayan presentado. Sean independientes o medio pensionistas, en cámaras y parlamentos rige el principio de un miembro, un voto. NO de un partido, tantos votos.
Así que, cuando los concejales o diputados dejan un partido, porque quizá, por ejemplo, está yendo contra los intereses de quienes han elegido a ese repúblico en concreto, no es cierto que pierda la legitimidad, porque sólo los electores se la quitarán en la siguiente convocatoria electoral.
Por eso no les interesa a los partidos políticos cambiar la Ley electoral, en el sentido que realmente demanda la población, en el de formar listas abiertas, al menos cerradas pero no bloquedas, en las que los ciudadanos puedan tachar a quien, así de claro, ahora se les impone aunque ellos no lo quieran. A los chorizos, a los inmorales o a los que les caen gordos.
En fin, querido lector. Voy a sacudirme el ramalazo de tristeza que me da la ignorancia provocada de una parte de mis conciudadanos --súbditos, dice mi buen amigo Miguel Arango, puesto que España es un Reino-- y deleitarme con un suceso refrescante. Sí, como lo van a leer. Ayer, un contertulio de una de las de Intereconomía defendió a los muchachos de las concentraciones de las plazas españolas y denostó la violenta carga policial en Barcelona. ¡Madre! Casi lu comen vivu al probe. Pero pienso que, al menos, el 15M ya consiguió algo. Iluminar, como a Saulo, a uno de los tertulianos de su pantalla enemiga.
Feliz fin de semana y mi recuerdo a dos buenos amigos que luchan por reponerse. Marcelo, Luis: se os quiere.