Leo las palabras del primer ministro noruego, Stoltenberg, ante los familiares de los setenta y siete asesinados por la bestia Behring Breivik: «La bomba y los disparos pretendían cambiar Noruega. La gente ha respondido abrazando nuestros valores. El asesino ha fracasado, el pueblo ha ganado». Palabras absolutamente vacías, palabras sin sentido, puro ruido: no ha habido un combate entre un enemigo de la democracia y el pueblo, nadie ha ganado. Únicamente ha habido setenta y siete muertes y los heridos, y su terror mientras estaban a punto de morir, y el dolor de sus deudos.
Palabras vacías, inútiles casi. Como las que se repiten aquí cuando hay asesinatos terroristas. Como las que, fuera de la violencia asesina, se pronuncian cotidianamente en los funerales, ante el cadáver y sus familiares y amigos. Inútiles, desde luego, para aquellos de los vivos que no poseen la ilusión de una supervivencia más allá de la muerte y, por tanto, de un reencuentro futuro. Redundantes, nada más, y escasamente consoladoras para aquellos que, mortecina o viva, tienen esa esperanza. Pero, además, en la mayoría de los casos —y lo sabe bien uno que, por razones de quinta, va viéndose obligado a conocer de primera mano cada vez más piezas de la oratoria funeraria—, no sólo es inútil en su función consoladora o esperanzadora el discurso, sino que su ejecución es torpe, llena de tópicos y trivialidades, reiterativa y, frecuentemente, apenas capaz de encontrar la forma de concluirse. Hay, es cierto, muy ocasionalmente algunas oraciones fúnebres bien construidas (al margen ya de las literarias, como el «Discurso fúnebre» de Pericles, que Tucídides recrea), pero la mayoría constituye una penalidad añadida para los asistentes, por sí mismas y por el tiempo en que alargan el acto. Es así que, a veces, uno se siente tentado a pensar que con más decoro despediríamos a los muertos en silencio. Pero hacerlo sería, en alguna medida, deshacernos de ellos como trastos; de modo que el trámite de la memoria expresa del difunto resulta obligatorio pese a lo exiguo de su eficacia confortadora y a lo torpe de sus manifestaciones habituales.
Sobre la dificultad de esa oratoria y acto debe tenerse en cuenta, además, un elemento muy importante, la dificultad de imaginar el mundo beato —créase o no en él— del más allá o, al menos, de pintarlo con colores vívidos. Quien tenga la experiencia de aquellas pasadas «misiones» o de ciertas «meditaciones espirituales» en el ámbito católico o acuda, simplemente, a los sermonarios, conocerá con qué viveza se describían los castigos de los infiernos y cuánta era la variedad de los mismos. En cambio, el paraíso y la felicidad de la beatitud no son capaces de expresársenos más que mediante la «no expresión», mediante el silencio de lo inefable. El caso ejemplar es el de la «Leyenda del fraile y el pajarillo», tan extendida en la Europa medieval y reconfigurada por Alfonso X en su «Cantiga CIII»: Un fraile que duda de si sería aburrida o soportable la contemplación de Dios por toda la eternidad como única fuente de placidez sale de su convento y se entretiene en escuchar un pajarillo durante lo que él cree unos segundos. Cuando vuelve al convento han pasado «grandes trezentos anos ou mais». Es la forma en que la divinidad le hace ver que, si la contemplación de una simple criaturilla puede divertirlo tanto tiempo, ¿qué no hará la de su Creador?
Pero también para los antiguos era difícil imaginar unos Campos Elíseos donde los sobrevivientes poseyesen el fulgor de la vida y el vigor de la felicidad. Así, cuando Ulises encuentra en el Hades a Aquiles, aquel ejemplo de fuerza y de valor, este le dice: “No intentes consolarme de la muerte, noble Odiseo. Preferiría estar sobre la tierra y servir en casa de un hombre pobre, aunque no tuviera gran hacienda, que ser el soberano de todos los cadáveres, de los muertos». Y cuando Eneas desciende a los infiernos para ver por última vez a su padre, Anquises, se produce la siguiente escena, que no podemos leer sin un punto de emoción:
—¡Has venido por fin! Tu amor filial, en que tu padre tenía puesta el alma, triunfó de los rigores del camino. Me es dado ver tu rostro, hijo, y oír tu voz que conozco tan bien y hablar contigo. Sí, mi alma lo esperaba. Me imaginaba que habías de venir y contaba los días. No me engañó mi afán.
—Tu imagen, padre, tu entristecida imagen, que acudía a mi mente tantas veces, me ha impelido a este umbral. Dame a estrechar tu mano, padre mío, y no esquive tu cuello mis abrazos.
Y es ahora cuando la escena, que ha venido suscitando nuestra empatía progresivamente, llega a su cenit, provocando en nosotros la señardá por el profundo fracaso del encuentro, por la terrible decepción con que culmina toda aquella espera de años, todo aquel esfuerzo y riesgo por descender al reino de los muertos, todas aquellas emociones que no tienen dónde descargarse finalmente: «Diciendo esto, las lágrimas le iban regando el rostro en larga vena. Tres veces porfió en rodearle el cuello con sus brazos y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las manos lo mismo que aura leve, en todo parecida a un sueño alado».
La muerte y los muertos, obligados a vivificarlos en palabras para salvar su condición humana y por la propia nuestra. Incapaces de construir con esas palabras otra cosa que un ficto y desvaído simulacro de vida y de verdad, «en todo parecido a un sueño alado».