Maniáticos de las siglas, llamamos ahora a los día de la semana por su inicial en mayúscula de palo, y como el martes empieza por M, al siguiente día, es decir, a hoy, le solemos poner la letra de la incógnita, la X, que siempre ha tenido algo de misterioso y amenazado a la vez.
Precisamente hoy, es X, es decir, miércoles. Día, en mi pueblo, de mercadillo, tumulto, y, en verano sobre todo, caos circulatorio y una angustiada pléyade de choferes buscando aparcamiento, por más insólito que parezca y prohibido que esté. Hace calor, humedad, sudores, que la angustia hace torrenciales.
Aprietan los economistas las flojeras de una España desorientada, con su multitud, ella también, de choferes que buscan con la mejor voluntad dónde pararse a pensar con calma, pero aquí y ahora no hay respiro para nadie, de modo que a agacharse y ver de pasar por debajo de la ola y quedarse a la espera cautelosa de sacarle algún beneficio a la resaca.
Dice la señora que más manda y representa en la Comunidad de Madrid, que hay que acabar con las mamandurrias. Veamos el diccionario del español actual, de Seco, Andrés y Ramos:
“Mamandurria Disfrute de cargos o empleos provechosos y de poco o ningún trabajo. b) Cargo o empleo provechoso y de poco o ningún trabajo.”
Vamos, un invento del poderoso, antaño cacique, que proporciona a sus colaboradores un lugar de provecho. Algo así como un regalo. Posible y hasta probable que previsión prudente de una futura posible colaboración o premio por otra pasada u a lo mejor trabajosa y ardua. Pero la señora presidenta de mis frecuentes admiraciones por ese propósito, que por lo menos aparente, de llamar al pan y al vino por sus nombres respectivos, en ésta ocasión me asusta al descubrir en ella una simplificación propia de quienes se suponen en posesión de la mayor parte de la verdad posible, con el error añadido de despreciar las piezas que les faltan. Hay que distinguir, creo, las mamandurrias que legitima justicia o caridad y las que corrompe el despilfarro o la mala intención.
Ni la justicia ni la verdad son abarcables ni siquiera cognoscibles por los más sabios de cada generación. Están más allá de nuestro raciocinio, envenenado por los instintos rapaces de nuestra parte individualista, esta horrenda fortaleza, y la subjetividad ambiciosa. Sabemos siempre demasiado poco de la verdad y de la justicia, de sus matices y claroscuros, de la necesidad de que se apiaden de nuestras carencias, debilidades y humana fragilidad.
Siempre ha llamado mi atención, en la parábola de la viña, que quienes llegaron a trabajar a última hora de la tarde sea de justicia que cobren lo mismo que quienes trabajaron desde el alba. Definitivamente, justicia y verdad son dos conceptos misteriosos, difícilmente desentrañables, que, por lo menos, pienso yo que deben mirarse con muchísimo respeto.