La bestia humana

«Nos insultaban y nos llegaron a tirar piedras, mientras esperábamos a las unidades de apoyo para apagar el fuego». Así es como los vecinos de Yátova, un pueblo entre Castellón y Valencia, recibían a los bomberos que venían a salvar sus bienes, su paisaje, y, acaso, sus vidas.

Inmediatamente, al leer la noticia, he recordado sucesos parecidos que ocurren con frecuencia, por ejemplo, las noches de los viernes y los sábados. De entre ellos, ha dejado en mí impronta imborrable uno sucedido en la madrugada del 9 de noviembre de 2002. Un conductor entró a toda velocidad en una zona peatonal de copas de la capital asturiana y llevó por delante a más de treinta personas, algunas de ellas heridas de consideración. Cuando los sanitarios y la policía acudieron en auxilio de las víctimas y a tratar de poner orden en el caos, sufrieron el ataque de los circunstantes. «Llovían vasos y botellas por encima de nuestras cabezas. Peligró nuestra integridad física» —manifestó uno de los agentes—. Y, mientras tanto, algunos se dedicaban a rajar las ruedas de las ambulancias y a insultar y amenazar a los sanitarios.

Es «la bestia humana».  No la «bêtise», la fatura, la estupidez humana, tan infinita, sino más, como el universo, según Einstein, y de la cual pretendía convertir Flaubert Bouvard et Pécuchet en una especie de enciclopedia. No, no la «bêtise»: la «bestia humana», el comportamiento animal que seguramente emerge de nuestro arqueocerebro, de nuestro cerebro reptiliano, donde se procesan y cuecen los odios, las filias, la agresividad, las fobias.

Pero no crean ustedes que este comportamiento bestial ocurre solo en circunstancias extremas o en estados de excitación de drogas o alcohol, es el mismo que brota en ocasiones en algunos grupos de forofos futbolísticos, idéntico al de los padres que insultan descontroladamente o pegan al entrenador porque no alinea a su hijo en el equipo infantil o al árbitro porque no ha pitado un hipotético penalti a favor de sus tiernos infantes.

Más aun. En personas que, aparentemente, se mueven en los ámbitos de la cortesía y la educación, en personas que se definirían así mismos como petronios de la respetabilidad, brota a veces un impetuoso chorro incontenible de bestialidad. Muestra reciente, la del coloquio organizado por la Universidad Católica de Ávila sobre el humanismo, en el que participaban el cardenal Antonio Cañizares y el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. Al comienzo, una parte del público («feos, católicos y sentimentales», supongo, y, por añadidura de clase media y alta) empezó a abuchear e increpar a este último, hasta el punto de que el cardenal hubo de pedir respeto con estas palabras: «Hemos venido a hablar de humanismo, y el humanismo exige respeto a las personas».

Esas actitudes de bacantes destrozando a Penteo, esa materialización de la troquelación shakespeariana de la vida como «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia» no es de ahora, sin duda, sino de siempre (basta con mirar a la democracia griega clásica o a su literatura para verlo), pero en los últimos tiempos, a mi entender, se ha agravado  porque en una gran parte de la sociedad su «yo» ha sufrido una notable infatuación, mediante una doble anomalía óptica: por un lado no perciben otra realidad sino la vista a través de la lente de aumento de «sus derechos»; por otro, una especie de cataratas discursivas hacen que el estado y sus servidores sean percibidos no como los dispensadores de los servicios de que la sociedad se dota a sí misma, sino como una especie de «oscura turba de nocturnas aves» depredadoras.

Envueltos así en una especie de vesícula aisladora como aquellas en que El Bosco envolvía a sus personajes, esos yos suman a la agresividad innata de la especie la moderna añadidura de la elefantiasis de su solipsismo antisocial.

Sobre inquietante, esa realidad produce el sobresalto, cuando se piensa en ella, de que muchos de esos ciudadanos conviven con nosotros con la apariencia de normalidad, trabajan con nosotros, son nuestros familiares o nuestros amigos. Y de que su condición de enemigos íncubos de la democracia —que es, ante todo, diálogo, tolerancia, respeto, convivencia— no impide el que con su voto decidan el destino de nuestra sociedad cada pocos años.



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