Existen unas cuantas razones, ínsitas en nuestra psique, que explican la creencia en la supervivencia tras la muerte y, por ello, la existencia de las religiones. El deseo de una taborización, de compartir con los nuestros un estado permanente de beatitud es, a mi juicio, la principal de ellas. Le anda al alcance la necesidad de justicia, la exigencia de que en algún sitio o momento el bien sea premiado y, especialmente, el que el mal no escape al castigo.
Ese anhelo es la constatación de la injusticia en la tierra, de que malhechores conocidos escapan a la sanción, y, aun a veces o con frecuencia, llevan una vida paradisiaca y de ofensiva exhibición. Pero fuere cual fuere, si es que alguna, la capacidad de los cielos para remediar esa ignominia, no cabe duda de que es la obligación de gobiernos y ciudadanos el evitar que el castigo y la punición queden para el más allá, y, para ello, deben poner empeño, mediante la legislación, la justicia y la condena pública.
En estos menguados días la irritación crece por doquier. El objetivo central de ese encono son los políticos y los banqueros. Es evidente que la animadversión hacia la generalidad de ellos, e incluso hacia la mayoría, es injusta. Pero hay un grupo de ciudadanos que concitan especialmente la ira en estos días. Son aquellos de los que se sabe que han sido responsables de la situación de riesgo de los bancos o de aquellos que, habiendo gestionado los bancos de forma desastrosa, se han largado con indemnizaciones o pensiones millonarias que ellos mismas se concedieron.
Rato y Bankia (Caja Madrid) parecen ser en estos momentos el objeto fundamental de las iras y las críticas. Por ser Rato un personaje poderoso y conocido, por ser del PP, por ser el PP quien gobierna, por la enorme cantidad de dinero de que habrá de disponer para tapar los impagados de Caja Madrid presentes y sus posibles futuros, y —para los afectados— por haber embarcado a tantos ciudadanos en la compra de sus acciones.
He aquí una limitada lista de bancos y cajas cuyos directivos, tras haberlos arruinado y haber obligado a poner dinero público para tapar el hueco dejado por su mala gestión, se han largado con indemnizaciones millonarias: Bancaja, Caixa Galicia, Caixanova, Caja Segovia, Caixa Penedés, Banco de Valencia, Caja Madrid. Pero no son los únicos. Sin quizás cobrar esos millones (hablamos de cifras que van de los 2,2 millones de euros a los 18), tras ellos han estado emboscados, cobrando sustanciosísimas dietas por no hacer nada y por tragarlo todo, miles de «consejeros», de todo tipo y color: del PP, del PSOE, de IU, de partidos de menor ámbito territorial; sindicalistas de todo pelaje; paniaguados que se hacían pasar por representantes de los impositores. Y no es lo menos ofensivo el que la mayoría de esos saqueos de las arcas públicas —pues públicas eran las entidades y público ha sido el dinero puesto ulteriormente para evitar su quiebra— se hayan producido en las cajas de ahorro, instituciones que, en paralelo a los montes de piedad, se crearon para evitar la sangría de los pobres por los usureros, y para que pudiesen allí empeñar su colchón o su reloj sin sufrir el expolio del agiotaje. Y ha sido, en muchos casos, ese carácter público, popular, y aparentemente benéfico el que ha permitido —y aun alentado— una gestión disparatada y despilfarradora en ellas, confirmando así las palabras del doctor Johnson: «La patria es, a veces, el último refugio de los canallas».
Como todos los ciudadanos, yo espero que la mayoría de estos tipos entren en algún tipo penal que permita juzgarlos y hacer que devuelvan ese dinero. Pero, si no fuese posible, y aun siéndolo, todos agradeceríamos que —mientras ocurre el hipotético caso de que el cielo los juzgue— se crease una página web donde pudiesen verse sus rostros y plasmarse el fruto de su incompetencia y sus rapiñas. Que, al menos, podamos identificarlos dondequiera que caminen y mostrarles nuestro desprecio.
Ya sé que ustedes pensarán en otras páginas de delincuentes y paradelincuentes, de otros buitres rapiñadores, por ejemplo, de algunos políticos y de su entorno. De acuerdo. Pero yo no quiero olvidarme ahora de otros canallas, menos afamados pero tan dañosos para quienes de ellos dependen. Estoy pensando en tantos miles de obreros que han visto cómo sus empleadores dilapidaban su dinero en putas, coches, queridas y juergas para después quebrar sus empresas y dejarlos sin sus salarios. O, simplemente, se largaban dejando tras sí varios meses de deudas a trabajadores y suministradores. Ellos sí que desearían, al menos, esa justicia terrenal y palpable del escarnio al sinvergüenza. Aunque solo valiese para ello.
Y es ahora cuando mi trasgo particular, Abrilgüeyu, se me aparece en la pantalla. Se seca el sudor de la frente con la montera y me dice:
—En este país, me parece que vas a tener que abrir un servidor más potente que el de Google para albergar tantas webs de rostros acementados.
—Bueno —le digo—, pues un servidor de webs, no una web. Pero ya, no esperemos a la otra vida. Ni siquiera al mes que viene.