La semana pasada tuvo lugar una impresionante manifestación en Madrid. Miles de personas expresamos nuestro apoyo a la minería. Durante algunas horas en la Castellana los trajes y las corbatas dejaron paso las camisetas negras. Sin embargo, se produjo un hecho que no puede (ni debe) pasar desapercibido. Un minero del pozo María Luisa, Jose Emilio Menéndez, fue detenido por varios agentes de la Policía Nacional y posteriormente acusado de varios delitos, entre ellos terrorismo. Afortunadamente un periodista, Marcos Martínez, hizo público un vídeo en el que se puede comprobar que se encontraba en una actitud absolutamente pacífica.
Vivimos en un Estado de Derecho, en el que el imperio de la Ley garantiza el respeto a un conjunto de derechos como la libertad de expresión, de asociación o de manifestación. Afortunadamente forma parte de la historia aquellas escenas del lejano Oeste en las que el sheriff detenía a su antojo (aunque es cierto que durante la dictadura franquista no había muchas diferencias).
No es casual que el Partido Popular, desde que asumió el Gobierno, se haya puesto manos a la obra para endurecer el Código Penal y criminalizar, sin disimulo, cualquier expresión de protesta o movilización social. Quieren amordazarnos. El caso de José Emilio es un ejemplo. Un ciudadano que se encuentra observando la carga policial y cuyo único delito es dirigirse a la policía para que deje de golpear brutalmente a otro minero, acaba detenido, duerme en el calabozo y pasa a disposición judicial acusado de terrorismo. Casi nada. De no existir el vídeo de Marcos Martínez esta historia podría tener un final no muy feliz.
Lo lamentable (e inaceptable) es que no se trata de un hecho aislado. Más bien comienza a ser una práctica habitual. Detenciones al azar acompañadas de graves acusaciones penales, agresiones brutales por parte de la Policía, presencia de agentes de paisano en las manifestaciones que provocan incidentes? Por no recordar otra anomalía intolerable: los agentes de la Policía y Guardia Civil que intervienen no están identificados, algo que no ocurre en Europa. En definitiva, un modus operandi que obligaría, en cualquier país mínimamente democrático, al cese fulminante de la Delegada del Gobierno y otros responsables del ministerio del Interior, y la sanción a los agentes que protagonizan estos sucesos. Un país como España no se merece a gente como Torrente al frente de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.