Defiendo con particular denuedo que quien pueda compre lo que le de la gana. Dará de comer a quien allá a los largo o al final de la cadena, esté, en el último país del tercer mundo o en el supuesto paraíso del primero, haciendo lo que asimismo puede y sabe para sobrevivir. Y si no hay algún imbécil que se compre y pague inmerecidos caprichos, la cadena se romperá y habrá fallos, vacíos y duelo en el fragilísimo ecosistema.
No sé por qué ha de indignar a nadie que otro se bañe en leche de burra. Allá quien sea. Es su decepción o el desperdicio de vida que aflige a quien no sacrifica partes de su tiempo a adiestrarse en disfrutar de los placeres de la ética o de la estética, que, muchas veces, por epicúreos que resulten, no cuestan dinero.
El placer de proclamar de nuestra propiedad una parcela de lo que nos rodea, debilita al humano, que, a partir de que tiene algo, ha de sufrir lo indecible del temor de que se lo arrebate alguien. Y la avidez nos puede cegar hasta el punto de privarnos de teselas de vida. Vamos en busca de nuestra ambición, a mí me ha ocurrido, como esos locos de la autovía, que saltándose cuantas señales advierten y prohíben, se lanzan, a cielo abierto, por los túneles de unas velocidades que roban el deleite del paisaje.
Quédate un rato a soñar. Ni siquiera hacen falta el rincón ni la butaca. Siéntate en una piedra, apóyate en la corteza del árbol, deja ir la imaginación o paséate por los senderos de recuerdos semiolvidados.
Advertirás que hasta el rigor de las crisis se difumina y entiendes la manida estrofa del pirata de Espronceda cuando dice lo de que “allá muevan feroz guerra, ciegos reyes, por un palmo más de tierra …”. La mar bravía, el cielo plagado de caprichosas formas de nube y el paisaje entero te pertenecen en cuanto dejas de anhelar que sean tuyos.
No te invito, ya ves, pero también te sugiero, la penumbra de las catedrales ahora vacías, que convoca a deslizarse por entre el polvo de ruidos, palabras, terrores y enamorado fervor de tantos como estuvieron y aún pasan, curiosos hoy, persiguiendo a la guía que enarbola el abanico color fresa o su paraguas verde para que no se le pierda ninguno de los componentes del grupo. Tú, apártate, ve pasito a paso, queda un momento asido a la verja de la capilla, recorre la girola, lee, aunque sea sin entender, las letras arañadas en la piedra.
Cuando salgas traerás un sosiego interior que permite deslizarse por entre la batalla humana de la paz hervorosa de un día cualquiera en la calle de la gran ciudad, mezclado con los empujones, los miedos, las alegrías súbitas, los locos que pasan hablando solos, esos derrotados que miras a los ojos y se ve que más allá se vacía algo insondable. Y hasta puede que te sientas capaz de abarcarlos a todos en tu sosiego y desearles la paz.