En Asturias solemos dar el título de «paisano» a quienes son ciudadanos con personalidad, cumplidores de su palabra («me visto por los pies», le gustaba decir al amigo ido) y honrados. Sergio Marqués lo era en todos los sentidos del término.
Conocedor como ningún otro presidente asturiano del mundo de la economía «real» (frente a la relación con ella discurseadora o ensoñadora de muchos políticos o partidos), el período en que Sergio Marqués fue presidente de Asturias fue enormemente fructífero para los asturianos en el empleo. El número de parados bajó casi hasta los 50.000 (las cifras mejores de las últimas décadas bordean los 75.000; hoy estamos en los cien mil) y se crearon 20.000 puestos de trabajo. Es cierto que la coyuntura era buena en toda España, pero no es menos cierto que el gobierno asturiano supo sacar el fruto máximo a cada peseta del presupuesto.
Asimismo, en aquellos años se puso en marcha un ambicioso paquete de infraestructuras que —ejecutado en parte por los gobiernos posteriores— mejoró enormemente las comunicaciones entre las diversas partes del Principado. También en los ámbitos de lo que pudiéramos llamar «la identidad y la cultura asturianas» se dieron importantes pasos adelante. Es de destacar, igualmente, su negativa a recibir las transferencias de sanidad por deficitarias. En la colaboración que, como diputado, en esos años mantuve con él y su ejecutivo para que pudiese haber presupuestos y poner en marcha esas actuaciones, se fue fraguando nuestro entendimiento y amistad.
Sorprendentemente (en realidad, nada sorprendentemente para quien conociese a los menudos actores del drama y su trabajo de zapa desde el primer día en que Sergio Marqués tomó posesión), el año y medio final de su mandato se convirtió en poco menos que un infierno entre compañeros, con el PP roto y con la situación anómala de un ejecutivo en total minoría en la Cámara. ¿Las causas? Al margen de las miserias humanas que hemos sugerido, tal vez una cierta ingenuidad política: su apuesta decidida por la austeridad, con la reducción de carteras y de asesores y su convencimiento de que, votado por los asturianos, su deber era defender a los asturianos y sus intereses, por encima del mandato o designios de sus correligionarios en Madrid. Fue desde esa disposición desde la que pronto empezaron a producirse enfrentamientos con Álvarez-Cascos, que pretendía imponer sus recetas y voluntad. Y ello lo que al final —alimentado por correveidiles y malmetedores de toda laya— produjo la ruptura del partido y la expulsión del «hereje». «Prefiero un partido sin gobierno a un gobierno sin partido» profirió quien —sarcasmos de la historia—, años más tarde, entendió que el deseo de las personas estaba por encima de la jerarquía de su partido.
Su trayectoria posterior en el ámbito regionalista a través de URAS —una deriva coherente con sus actitudes como presidente— tuvo un pequeño éxito inicial, para después, en nuestra compañía, como UNION ASTURIANISTA, cosechar exiguos resultados.
En ese trayecto se fraguó nuestra amistad y entendimiento, que me permite decir dos cosas más que completan el dibujo de Sergio Marqués: a nadie conozco que, tratándolo, haya hablado mal de él en lo personal; nunca le he oído, en todos estos años, formular una crítica acerba o expresarse con resentimiento.