Algo sobre la Enseñanza en estos últimos días

Permítanme, en primer lugar, decir a favor de los enseñantes, tan denostados, y hablar sobre sus condiciones de trabajo. Aclaremos, ante todo, que el número total de sus jornadas laborales no es muy disímil al del resto de los de los países europeos. Ahora bien, las circunstancias de su labor en clase —más adelante lo explicaré— son realmente excepcionales. Son tipos, además, a los que, en poco más de un año, se ha rebajado su salario (por las vías del recorte directo, de la subida de impuestos y de la inflación) unos trescientos euros mensuales (que no está nada mal en un sueldo). Hay que señalar, por otro lado, que en las últimas dos décadas se les habían otorgado ciertas mejoras económicas ligadas, parte, a quehaceres escasamente profesorales (cuidar niños en el patio, por ejemplo) y, parte, a tareas sin ningún otro sentido que ocupar horas en reuniones inanes o en rellenar papeles inútiles. Hoy, el gusto se evapora y la sarna queda.

                Dicho esto, y a propósito de las últimas disposiciones del gobierno en relación con la enseñanza y las condiciones de trabajo del profesorado, me detendré solo en una, la que permite elevar el número de alumnos por aula en la enseñanza primaria y en la secundaria, que es, a mi juicio, la más grave de todas, porque lo es en relación a docentes y a discentes y, fundamentalmente, con respecto a lo que constituye el núcleo mismo de la enseñanza, el aprender; lo es, asimismo, en cuanto al rendimiento que proporcionan (a la sociedad y al individuo), el tiempo, el esfuerzo y el dinero invertidos.

                Cualquiera que haya pasado por un aula sabe que los problemas fundamentales con los que se enfrenta un profesor (y los alumnos que quieren aprender) son dos: el orden y el rendimiento de los discentes. Aun en los centros de enseñanza en que la población es más o menos homogénea culturalmente y proviene de familias con un entorno familiar estable e instruido, una parte importante de la hora de clase debe dedicarse a imponer orden («fulanito, atiende»; «menganito, vuelve al sitio»; «zutanito, devuelve el estuche a tu compañero») y a intentar que los alumnos trabajen («¿en qué página estamos?», «¿por qué no empezaste todavía el ejercicio?»). Y tanto da que la lección sea «magistral» como que los alumnos trabajen por sí, solos o en equipo. Si en el primer caso, no escuchan o se distraen; si en el segundo, hablan de sus cosas (el partido de fútbol, la cita de la tarde, el ligue con menganito o fulanita…). Y si eso ocurre en los centros con alumnos más dispuestos, ¡ya me dirán en los que los tienen menos!

                Hay que entender que ello tiene razones estructurales. En primer lugar, de la propia naturaleza de los alumnos y de las características del horario escolar: épocas de aprendizaje social, de inquietudes y definición personal, de producción exuberante de hormonas, todo ello se pretende ahormar en seis horas de permanencia continuada en unos recintos donde, como decía Cervantes de la cárcel, «toda incomodidad tiene su asiento» y en que ni siquiera en ausencia del profesor habitual se permite la expansión en los patios, bajo la ficción de que los alumnos siguen aprendiendo con el profesor de guardia. Otramente, una clase —y no se me escandalicen— es el único recinto donde el guardián tiene bajo su custodia a un grupo de personas que no quieren permanecer allí o no quieren hacerlo de la manera en que se les manda, y no tiene, en la práctica, ningún instrumento represor o de exclusión. Es más, las normas dificultan o impiden las sanciones rápidas y, de producirse una grave, el transgresor sabe que siempre volverá al lugar de su falta. Y, finalmente —y si quieren escandalizarse, háganlo—, la enseñanza universal, igual y uniforme (eso que se llama «comprensiva») es un instrumento eficacísimo contra el esfuerzo, el mérito, el trabajo en clase y el orden que garantice eficacia, rendimiento y ejemplaridad positiva. Por otro lado, la sociedad ha cambiado y lo que se exige en España a los individuos es poco y se tiende a disculpar las conductas inadecuadas de los discentes o su poco trabajo. Los padres, por otro lado, quieren, naturalmente, que sus hijos aprueben, saquen buenas notas y aprendan mucho, pero no desean que, de ningún modo, ello les requiera esfuerzo o sacrificio. En ese panorama, al que coadyuva la administración desde hace décadas, el profesor es siempre un ente sospechoso de incapacidad, malevolencia o inquina injustificada hacia los alumnos.

                ¿Enfrenta estas cuestiones de fondo el actual gobierno del PP con sus últimas novedades? No. ¿Lo ha hecho alguna de las administraciones anteriores? Mucho menos. Y es que, créanme, en realidad esto de la enseñanza no le interesa a nadie, lo que no quiere decir que no haya un gran empeño en que toda la población en edad escolar está encerrada en un recinto y en que los alumnos salgan todos aprobados y, a poder ser, con matrícula de honor.

                Es cierto que —se podría argumentar— hace décadas algunos profesores tuvieron en clase treinta, treinta y cinco o cuarenta alumnos. Pero se podía dar clase, más o menos: eran otros los tiempos, los alumnos, la administración, los padres y la sociedad.

                De modo que el aumento de alumnos por aula es una pésima noticia porque viene a agravar el principal de los males que padece la enseñanza, esto es, la dificultad de dar clase en un aula y de que los alumnos aprovechen su tiempo y el esfuerzo y el dinero de la sociedad. ¡Pero tranquilos! Ello, en realidad, no le importa a nadie. Más aún, habrá satisfacción general  con que los profesores trabajen más, tengan más alumnos y cobren menos. El refranero patrio, que es muy sabio, lo expresa muy bien: «A gustu del amu, ¡palos al burru!»



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