Personas próximas y personas anónimas me han reprochado estos días el que en la noche electoral haya felicitado "personalmente" a Ignacio Prendes por su éxito. Es una buena oportunidad para realizar una reflexión sobre la civilidad, la política, la convivencia y la democracia.
En primer lugar, he de subrayar que la felicitación a Ignacio Prendes es personal, como decía el texto, esto es, al ciudadano, conocido y no diré "amigo", pero sí persona estimada, Ignacio Prendes que fue en su día alumno mío y con quien mantengo una relación de cordialidad.
Esa misma relación de cordialidad la mantengo con muchas gentes del PSOE, con gente de IU, con gente del PP y de otros; en general, "con quien se deja", esto es, con quien es una persona normal, de trato social y afable, sean cuales sean sus actitudes o militancia política.
Pero, al margen de su condición personal, todos ellos son también respetables en cuento personas-políticas. En primer lugar, porque todos ellos son escogidos por los ciudadanos; pero, sobre todo, porque todos ellos son demócratas -tanto cada uno de ellos como cualquier otro- y porque representan una serie de intereses e ideas sobre el mundo y la sociedad que tienen su derecho a hacer oír su voz y su presencia.
¿Quiere eso decir que comparta lo que dicen? En absoluto, ni en lo que respecta a la política general ni con respecto a la asturiana. ¿Quiere eso decir que no combata lo que dicen? En absoluto también. Quizás alguien haya hablado tanto y tan claro como yo contra sus políticas e ideas, pero es seguro que no más.
Concluyo: en este país nos hace falta (no ahora, sino desde siempre, desde 1812, al menos) separar rivalidad y confrontación política de las relaciones personales y de la convivencia. En una democracia cabe la presentación de todos y la representación de todos y todos tienen la misma "virginidad moral" para hacerlo, la misma "legitimidad radical". Y no lo olvidemos, en último y primer término, quien toma las decisiones es la "asamblea general de accionistas", los ciudadanos, ahí radica la última legitimidad, la soberanía, y la primera responsabilidad, la soberanía.
En resumen: más civilidad y, también, más valor para decir y defender lo que pensamos, que tal vez ambos, civilidad y valor, no sean más que dos caras de la misma fortaleza en las propias creencias y, por ello, de la falta de temor a contrastarlas públicamente.