Habiendo, como hay, tanto donde sajar, cortar y reconducir, produce una sensación entre la congoja y la ira, que se hable, precisamente ahora, de subir la luz y haya subido de tan desmesurado modo la energía indispensable para calentar el invierno y refrescar el verano de la gente que ha de moverse en el cauce de sus posibilidades, ya tan mermadas por tanta incompetencia de unos pocos, de que hay quien dice que son los que más ganan haciendo menos y sin lograr casi nada.
Se adelgaza así esa franja intermedia, entre los ricos y los pobres, donde descargan todas las tormentas económicas.
Los más ricos tienen paraguas, a los más pobres, por desgracia, los coge la tormenta siempre en descampado. En medio quedan los que tienen que apretarse el cinturón y sufrir los embates y los envites de los ricos y de los pobres. Son, digamos, el terreno de nadie, donde se libran todas las batallas y producen todas las bajas y los daños mediante que los de arriba se libran y los de abajo desahogan,
Desde que se inventó eso del delicado encanto de la burguesía, este ingenioso segmento social, este invento de los unos y los otros, paga cuantos daños, duelos y quebrantos sociales se concretan en periódicas subidas de impuestos y precios, que exprimen su esfuerzo. Tirios y troyanos, ricos y pobres, rivalizan, cómitres de sus respectivas galeras, en exigir un mayor esfuerzo de los agotados remeros.
A cambio, un rato a la hora de la siesta y otro mientras esperas que te den la cena, te entretienen, dopan y adormecen, ora con un programa de famosos del deporte, ora con un programa de famosos del dolce farniente y los problemas del follaje.
En ambos casos, famosos prodigiosa, increíble, disparatadamente retribuídos.
De vez en cuando, te recuerdan que “hay que apretarse el cinturón”. Ya entiendo. Somos ese también famoso “cinturón” que se aprieta entre la parte de arriba y la de abajo para evitar que o se salga la camisa o se caigan los pantalones.