Idas y venidas, vueltas y revueltas. La primavera es un laberinto de macetas en que asoman tallos, hojas, yemas y bocetos de capullos. ¿Por qué llaman “capullos” a los en realidad sencillamente imbéciles?
Cielo hoy de nuevo azul, anticiclón, ¿sigue siendo de las Azores?, que bruñe el cielo y reseca un poco más la hierbaseca, pero no le confiere ese dorado de la primera o segunda corta de primavera. Sale el paisano con el maniego y la guadaña en busca de una pación. Como es de mañana y hace frío, para quitarse el de la helada reciente, canta.
Hace millones de años, ¿sólo decenas?, ¡qué más da!, en el pasado, todo se confunde como unos huevos revueltos con espinacas y ajos, el pasado reciente y el de los neandertales o los cromañones, recuerdo haber escrito unos casi primeros versos con que me presenté a un premio que como es lógico no me dieron. Decían: “cielo azul, llanura tensa”. Ahí siguen. El cielo, barrido por el viento del nordeste, frío y brillante como una piedra preciosa, y, como ella, desalmado; la llanura queda más abajo, pasado Pajares, hermano mayor de la cofradía de los puertos y el Huerna, que es como un atajo para evitar la subida frente a los arbejinos de enfrente de la Romía, donde se afogaban los seiscientos cargados de equipajes, suegras y niños, además del matrimonio. Los seiscientos, como los espartanos, aguantaron por todo aquello para lo que no habían sido concebidos. Fueron los coches de ensayo de crecimiento y planes de desarrollo. Motorizaron al pueblo llano y competían con los automóviles de los ricachos. Ahora –decía un compañero que tuve, de estudios, de amistad imposible por lo rico que era él y lo pobre que yo- no puedes correr por las carreteras, que van llenas de estos cochinos –no les llamaba gochos, sino cochecitos-, que te rodean por todas partes y lo atascan todo.
Da pena que algún desinformado pretenda ignorar la totalidad, considerada en su conjunto real, de lo que fue España. No puede nadie, por mucho que algunos se empeñen, arrancar del panel trozos de historia viva, durante que la gente nació, vivió y murió, con todas las consecuencias y circunstancias del caso. Como las personas, los pueblos son ellos mismos cuando brillan por sus virtudes y cuando los ensombrecen sus vicios y demás maldades. Lo bueno y lo malo, la noche y el día, con ambos indispensables y llevan, cada cual, taraceados sus equivalentes. En un hilo sutil, sin solución de continuidad, se enhebra lo que va sucediendo y al final llega el conjunto al umbral mismo de la muerte de cada uno, como ocurrirá, para el conjunto, al final de los tiempos, cuando todo lo sucesivamente creado y sucesivamente muerto, ¿o sólo dormido?, concurrirá al apocalipsis inimaginable.