Nos han dicho, más o menos, en los esotéricos términos con que se comunican con nosotros los que nos representan y dirigen, lo que tenemos que ahorrar para rebajar el déficit.
Entendemos que el déficit, como en cualquier cuenta de resultados del mundo, expresa lo que cada año, que es cuando se supone que se saldan la mayoría de las cuentas, nos faltó para que nos llegase la camisa al cuerpo.
Vamos, nos dicen a hacer un esfuerzo de contención y ahorro que nos permita disminuir en alrededor de un tercio el creciente agujero de lo que nos faltaba y aún, después de ese esfuerzo, seguirá faltando.
Para ello, además de gastar menos, hace falta que cortemos unas rodajas del haber, mediante el pago, por lo que ganemos o tengamos, gastemos o ingresemos, de una pizca más de impuestos.
Sin comentarios.
La perra y yo, al filo de la anochecida, salimos a sortear coches, saludar a otros perros, reconocer, husmear el terreno, marcarlo con unas gotas, y, en determinado lugar, amo, no tendrás más remedio que sacar la bolsita, calzártela a modo de guantelete y recolectar lo que tú sabes. Lo malo es el tramo de calle en que los coches vienen por los cuatro costados y ese otro que vienen por detrás, corriendo que se las pelan. ¿A dónde –me pregunto- irán con esas prisas?
Leo con profunda sorpresa que en un pueblo de nuestra varia geografía patria, detuvieron a un matrimonio por castigar, de acuerdo ambos cónyuges, a su hija menor de edad a no salir de casa.
Mire usted, señoría, le diría yo, si me pasase y llegara al trance de la presencia judicial, acabo de dar la pez. Aquí tiene las llaves de mi casa, el libro de familia y la relación de menores que dejo a su cuidado, Mi mujer y yo nos vamos. Peregrinaremos al horizonte. Aquí ya no tenemos nada qué hacer. Usted sabrá, si el sopapo paterno, sólo hiriente de cada mil veces, una, o el castigo a no salir a quien se habrá excedido en sabe Dios qué, no son lo que el vetusto Código civil llamaba “corregir moderadamente”, harán falta expertos para prevenir y cuerpos especiales para corregir. Lo que antes se llamaba “educar”, que es tan importante para la indispensable convivencia social de la gente, a su vez necesaria para la conservación de la especie.
Hay una cosa, en eso de la educación, que se llama disciplina y que no viene incorporada al funcionamiento del espécimen humano. Que a veces es capaz de autoimponérsela, es decir, aprende por sí solo y poco a poco a autodisciplinarse, pero que cuando no, debe informarse a cada proyecto de ciudadano de que convivir tiene sus reglas de juego.
Le diré más, señoría: me confieso culpable. Tuve hijos menores y recuerdo haberles impuesto castigos por el estilo del que nos ocupa. Le aseguro que siempre me dolieron a mí más que a ellos y que siempre, a la hora de aplicarlos, tuve la tentación, muchas veces seguida, de “levantar” la pena.
No puedo ir muy lejos, con la vejez, los cansancios se hacen frecuentes y variopintos, pero los pueblos pequeños como éste disfrutan de la ventaja de estar a punto, sobre todo ahora, semidespoblados a pesar de la famosa burbuja aquélla, de tornar a prado y caleya, y gracias a eso, descubrí estos días que ha caído ya la primera nevada de margaritas. Por la acera delante de la cafetería, corría una lavandera y saltaba un gorrión. Ambos picoteaban minúsculas partículas de sabe el buen padre Dios qué ambrosía. Al paso de la gente, la lavandera corría al borde y el gorrión aleteaba hasta el arbusto prisionero del alcorque. Luego, los dos, tercos en su afán, volvían. Al salir, con disimulo, desmigué una patata frita sin mirar. Supongo que se habrán dado cuenta. Leo que Brigitte Bardot ha salido del arcón de los olvidos para escribirle al señor alcalde de Oviedo y protestar porque prohibió dar de comer, en no sé qué barrio, a los gatos asilvestrados de Vetusta. En la foto, la encontré un poco mayor que entonces. Entonces éramos todos mucho más jóvenes.