Primero de marzo el primaveral, que lo vino empujando, esta mañana, el viento del sur, ese que arranca árboles, tiró, cuando empezaba el otoño, las castañas y calienta el polen, para que flote, se arremoline y tosan los alérgicos del mundo y les lloren copiosamente los ojos. Este viento del sur, dicen que enloquece y hasta hay gente que, cuando sopla, se suicida, unos dicen que en acto de terror, otros que de valor extremo. ¿Quién sabe cómo se mueven todas esas tuercas, enredijos de cables y resortes del cerebro de un humano?
Cada día arrecia más el temporal económico y sigue cada cual, según su estilo, embarrando el terreno de juego político de este desgraciado país, que muda, a lo largo de cada día, y, según preguntes a éste o a aquél, pasa de la utopía al escepticismo.
Lo que no amaina es el afán de individualizar, en personas físicas o jurídicas, según, los rencores, los odios, las admiraciones y los beneplácitos. Falta, pienso para mi capote, el sentido común político de entender que todos, personas individuales, asociaciones, gremios, sindicatos y partidos, lo que tendrían que estar mirando, en tiempos como éste, es la reorganización del bien común. Tiempo tendrán, o si no lo tendrán generaciones venideras, de ver cómo tratar de mejorar ese bien común, indispensable para hacer después probaturas, según las ideas, de unos y otros, coincidentes o contrapuestas.
Ahora mismo no deberíamos estar perdiendo el tiempo es intentar desarbolar las naves del adversario ideológico, sino en incorporar nuestras naves a su flota y viceversa, porque la que estamos librando es la batalla, que a todos nos atañe, de disponer de un grupo social competitivo y necesitado de imbricarse en la comunidad internacional que viene tras de las crisis.
Primero de marzo. Seguiremos, pronostico, tirándonos los trastos a la cabeza, desmenuzando como noticias importantes las banales vicisitudes de la docena y media de los protagonistas de la vida sonrosada del país, que funciona en paralelo y hasta me han dicho que cobran algunos por enseñar los trapos que en tiempos de la abuela se escondían y lavaban en casa de cada cual. Por eso están volviendo a la moda las novelas que tiran a victorianas, aligeradas de peso, como todo ese equipaje que llevamos de productos sin producto, descargados, debilitados, desangelados, para disimular decimos que son ligth. ¿No os habíais fijado en que ahora, cuando nos dan pito de caleya, de verdad de la buena de caleya, que todavía quedan, los rechazamos porque nos resultan demasiado fuertes de sabor y prietos de carne? Mira –me decía el otro día en la braña un amigo que quiso subir y pedimos, con el vino, unos huevos cocidos que tenía la paisana sobre el mostrador de la tienda mixta, que también quedan- ¡era verdad que lo de dentro del huevo era amarillo brillante, del color de las panoyas!