Una de los más penosos espectáculos del país lo ha constituido estos días la disputa sobre el Garzón de ida y vuelta. Algunas de las cosas que se han dicho en torno al juicio que ha concluido con la expulsión de su cátedra-plaza, abochornantes; de la misma forma que lo han sido las actitudes de algunos representantes de las instituciones del estado (magistrados, políticos, sindicalistas) del bando hagiográfico. También, cómo no, han sobrado, asimismo, algunos calificativos en la facción no hagiográfica, en el bando endemoniatorio, de la misma forma que era superflua alguna frase en la sentencia del Supremo, tal como opinaba aquí, en LA NUEVA ESPAÑA, el magistrado Agustín Azparren.
Pero no es hoy el motivo de mi reflexión el que pudiéramos llamar el tema de la «España particularista» (tal vez, acaso, mejor que el de «las dos Españas»), tema preocupante, por cierto, sino otro, el referido a los discursos públicos que sostienen los prejucios, a lo que llamaría el canciller Bacon, los «idola theatri». Pues, en efecto pocas cosas se hacen más penosas en la convivencia social que escuchar debates sobre cuestiones «candentes» o tener que asistir a ellos, cogido en medio entre los contendientes. Da igual, al respecto, que uno escuche las argumentaciones «de la princesa altiva» o de quien «pesca en ruin barca»: los tópicos son exactamente los mismos y tienen idéntica procedencia: el canal en donde el receptor haya ido a cebarse, esto es, el medio (preferentemente radio y televisión, pero también escrito) en donde el ciudadano abreve para satisfacer diariamente sus prejuicios. Y esos tópicos se reiteran con entero convencimiento, tragando con tragaderas de ruedas de molino las contradicciones y falacias de los mismos, aceptando como verdad de fe el mero valor indiciario de muchos de los datos que se nos dan; y todo ello, sin que el regurgitador ponga un átomo de juicio de su parte, una gota de duda, un atisbo de sospecha, un plizquín de tolerancia o comprensión hacia la otra parte ni preste oídos a sus datos o razones. Da igual de qué hablemos, del caso Gürtel, de alguno de los juicios sobre Garzón (que, digo yo, serán distintos), de Camps, de los eres de Andalucía, de la crisis financiera, de los eurobonos, de la reforma laboral…
La única diferencia es que, quizás, el número de adeptos de la izquierda sea más amplio que el de la derecha, o bien su configuración mental más necesitada de explicaciones holísticas; o, tal vez, sean ellos más apasionados por la cosa pública, por cuanto parece siempre más númeroso el número de fieles y apóstoles explayadores en el campo del conglomerado de los medios de esos doctrina y discurso.
Lo más penoso de todo ello, sin embargo, es, como he dicho, que, al respective, en nada se distingue —salvo quizás en lo florido y fluido de su verbo— el diplomado intelectual de la ilustre fregona: todos repiten lo mismo y en idénticos términos. Y ello me hace recordar algo sobre lo que, en cierta ocasión, me llamó la atención mi trasgu particular, Abrilgüeyu, en su manera, eso sí, elíptica y burlona: cómo la mayoría de las utopías —de corte «progresista» en su casi totalidad— no son más que necedades que, bajadas de las musas al teatro, conducen al desastre y al crimen.
—Y, cuando menos —se me aparece ahora mismo, de pronto, con un antroxeru plato de picatostes en la mano—, no son más que tonterías. Mira, si no, la fantasía que Mark Twain traza en Laputa, cómparala ahora con esos titulados y doctores que repiten como papagayos lo que oyen, y ríete tú de los unicornios con chaqué y montera picona.
Me inquieto, porque lo que yo recuerdo de esa utopía es, fundamentalmente, que los laputanos eran gentes de una gran cultura, enfotaos en la música, las matemáticas y la astronomía, en las cosas celestiales, vamos, y, asimismo, no muy dados a discutir ni a tolerar que se les contradijese; pero que, incapaces para la vida diaria y poco atentos a sus esposas, éstas, notablemente rijosas, se aparean delante de ellos mismos con hombres inferiores. No querrá decir Abrilgüeyu… ¡Pero si, además, la fantasía laputana es de Swift, no de Samuel Langhorne! Se lo advierto.
—¡Ah, sí! ¡Perdona! Un tracamundiu. En realidad, lo que quería decir era la Gondur de Mark Twain, donde, a medida que se tiene más instrucción, más títulos, se tienen más votos. ¡Como si quien tuviese más títulos o conocimientos no tuviese por ello más prejuicios! ¡Es más, como si, al igual que los laputanos, no fuesen incapaces también quienes tienen muchos títulos o saberes de aceptar un solo argumento del contrario! ¡A mayores: como si las más sangrientas utopías y las más necias ocurrencias no hubiesen surgido, al igual que algunas de las doctrinas más benéficas, de las ensoñaciones de un ilustrado!
—Y ahí tienes la grandeza de la democracia —prosigue—: el voto de un analfabeto vale tanto como el de un científico, no porque el voto del analfabeto tenga más conocimiento que el del sabio, sino porque, acaso ve el mundo más como es, lo espolean menos las moscas del convencionalismo.
Y es ahora cuando se ríe, se quita la picona y limpia en ella sus dedos para quitar la grasa y el pringue de les picatostes —¿cuándo, santo Cielo, conseguiré civilizarlo?— y, bajando la voz, me dice:
—Tengo en marcha un método a fin de ahorrar un montón de dinero en las elecciones. Bastaría, en realidad, con un Estudio General de Medios para saber lo que va a votar la gente. Básicamente. Habría que introducir algunas variables relativas al entusiasmo (quizás a través del volumen, en los medios audiovisuales) con que se recibe la doctrina y poco más. No me queda mucho para perfeccionarlo, después, a hacerse rico. ¿Qué te parece?
¿No se lo decía yo a ustedes hace un momento? ¿Cuándo conseguiré civilizarlo?