Mientras siga siendo un fabuloso negocio, no habrá solución por la fuerza. Porque pueden acallar muchas voces, porque pueden matar sin contemplaciones, porque pueden comprar muchas armas y voluntades, porque pueden ocultar y lavar su negro dinero en paraísos fiscales…
El precio de las drogas no tiene el menor efecto disuasorio. El que cae en la trampa inmensa de la adicción, consigue los fondos que necesita como sea: desgarros familiares, amistades, robos… Su apremiante deseo no se soluciona con las armas sino con un adecuado enfoque sanitario. Es un problema de salud pública, no de seguridad. Los Estados Unidos están empeñados en restringir la oferta sin restringir la demanda.
Como en el caso del alcohol y del tabaco, es un tema de honda repercusión patológica, y deben realizarse amplias campañas para educar a los potenciales consumidores y alertar debidamente a la sociedad, para que sepan antes de iniciarse a lo que se exponen, y tratarlos luego –al igual que se hace con los afectados por el tabaco o el licor- en las instalaciones hospitalarias correspondientes. Hay que apelar a la responsabilidad de toda la sociedad porque es un drama que, progresivamente, afecta a todos.
Veamos lo que sucede en Afganistán, de donde procede el 90% de la heroína; en Colombia… y en los países de la “gran avenida de América Latina”, como los de Centro América y México… y llegaremos a la conclusión de que sólo reduciendo el precio drásticamente se conseguiría desmontar el inmenso y cruento andamiaje actual.
Aquí, de nuevo, la existencia de unas Naciones Unidas fuertes y dotadas de la autoridad hoy imprescindible sería fundamental para hacer frente a este terrible reto.
Uno otra vez mi voz a la de quienes, como Carlos Fuentes -¿cuántos asesinatos se han sufrido ya en México en la guerra contra el narco?- aconsejan sabiamente y con conocimiento de causa sobre el tema. Pero los “capos” se resisten porque saben, como Al Capone, que con la reducción del precio se les acabaría rápidamente su siniestra empresa