Las misteriosas, todopoderosas agencias le han vuelto a poner al toro español banderillas de fuego, a la vez que se nos recuerda sin cesar que somos campeones de Europa también en número de parados. Y cuentan, no sé si demasiado ignorantes o profundos conocedores, que asimismo lo somos en economía sumergida, la que funciona como el boca a boca del bulo y todo el mundo hace chapuzas y mira ni te doy factura ni pagamos el IVA ese.
Acercándonos a los seis millones de parados y con casi otros tantos solapados en la sinecura del supuesto quehacer del “aparato” en que paulatinamente dicen que se transforma la dispersión de la soberanía autonómica, que multiplica por infinito las necesidades de asesoría y colaboración de la cosa pública, cada vez más complicada, sofisticada y abundante, a medida que la empresa privada se acoquina y encoge con las cuentas de resultados a punto, si no lo están, de caer en la negativa zona anaranjada próxima a las pérdidas de cuando entre gastos financieros y generales no se llega a la superficie de las ganancias.
Todo el mundo necesita quita, espera, subvención, ayuda, crédito, pero cada una de las cinco y todas cinco en su conjunto no son, en una economía ordenada más que recursos provisionales, remedios de urgencia, que requieren ir acompañadas de unos planes de recuperación y amortización, que, si existen, no se nos dan a conocer o no hemos escuchado o no hemos entendido los mortales de a pie y por eso nuestro desasosiego.
Pícaros descendientes del lazarillo, Rinconete, Cortadillo, el Buscon y Celestina se llevaron con habilidad de trilleros la pasta gansa y dejaron a los bancos cómplices el agujero negro seguido de su resplandor de estrellas fugaces, enanas blancas y gigantes rojas. Ahora, entre todos, se nos dice, hemos de tapar las grietas y consolidar los temblorosos cimientos de la casa que es nuestro castillo. Se nos llama a rebato a que nos pongamos, codo con codo, a poner arbotantes donde adelgazaron de tal modo las paredes maestras que ya son casi traslúcidas de nuestras vergüenzas colectivas.
Nos iba bien, aparentemente, abarataron, sólo en apariencia, los precios con el aquel de la moneda única, nos rebajaron los intereses y provocaron el aluvión de nuestros ahorros, que se sumieron en las colas de sus cometas.
Llegado que fue el tiempo de echar cuentas, los que nos habían dicho que todos éramos ricos, nos aclararon que lo que íbamos era a ser todos pobres.
Y en el proceso, algunos astutos ribereños, expertos en la pesca en aguas turbias, se hicieron con un cuantioso botín.