Hay que reformar el “mercado sanitario” y el “mercado educativo”. Igual que sentimos un escalofrío cuando la sanidad o la educación se equiparan a simples mercancías, si en estos días una persona despertara de un coma de 30 años se angustiaría al escuchar hablar sobre la reforma del “mercado de trabajo”, porque intuiría que bajo ese ropaje se querían reformar los derechos laborales (a la baja).
El derecho laboral nace de la desigual relación que existe entre el trabajador asalariado y el empleador, y es el poder público legislando quien protege a la parte más débil de esa relación: el trabajador. En España, la Ley de 1873 sobre niños obreros, la Ley de condiciones de trabajo de mujeres y menores, la Ley de Accidentes laborales -ambas de 1900-, junto con la creación de la inspección de trabajo en 1906 y, posteriormente, de los “tribunales industriales”, fueron los primeros pasos del derecho laboral y de su intento de aplicación. También por aquel tiempo los países firmantes del Tratado de Versalles recogían en 1919 que “el trabajo no debe ser considerado mercancía”.
Por el contrario, el “mercado de trabajo” borra toda relación desigual entre trabajadores asalariados y propietarios, poniendo de forma engañosa en pie de igualdad a oferentes y demandantes de trabajo; unos y otros acuden libremente –nos dirán-, al mercado de trabajo. Si asumimos impunemente, con esta terminología, que el trabajo es una mercancía (como las naranjas o los tornillos) nos veremos obligados a batallar en su terreno con sus reglas de juego, y nos bastará con abrir el más básico de los libros de introducción a la economía neoclásica para entender las reformas laborales que se vienen aplicando en España a lo largo de los últimos 30 años.
Veamos; el mercado idealizado que aparece en los libros neoclásicos sólo funciona si:
- Los trabajadores y los propietarios carecen de poder para determinar el precio del trabajo, son precio aceptantes. Cualquier intervención coaligada de grupos o del mismo Estado acabaría con el modelo. El Derecho del trabajo es incompatible con esta premisa salvo que haciendo dejación de funciones se auto inmole en sucesivos pasos:
Primero, dejando de ser garante de determinados derechos y convirtiéndolos en motivo de acuerdo colectivo entre las partes. “Para ello, espacios hasta ahora reservados a la regulación estatal pasan al terreno de la negociación colectiva” (Exposición de motivos Ley 11/1994). Algunos de esos “espacios” fueron los complementos salariales, la estructura del salario, y la movilidad geográfica y funcional.
Segundo, (ultimada en estos días): transfiriendo asuntos que eran competencia de la negociación colectiva hacia la negociación individual entre trabajador y empresa.
Que nadie se lleve a engaño, si los ciudadanos y trabajadores no despertamos habrá un tercero y un cuarto paso. La protección al trabajador individual que quede tras esta reforma laboral, la flexibilidad que hoy se demanda, será entendida mañana como rigidez endiablada que provoca todos los males y que de nuevo hay que corregir. El ejemplo lo tenemos con la negociación colectiva que en la reforma de 1994 era un instrumento fundamental de flexibilidad frente a la rigidez del Estado como garante,
“Respecto de la negociación colectiva, se parte de la idea de que debe ser un instrumento fundamental para la deseable adaptabilidad por su capacidad de acercamiento a las diversas y cambiantes situaciones de los sectores de actividad y de las empresas.” (Exposición de motivos Ley 11/1994)
y en la reforma de estos días una rémora por su rigidez
“Las modificaciones operadas en estas materias responden al objetivo de procurar que la negociación colectiva sea un instrumento, y no un obstáculo, para adaptar las condiciones laborales a las concretas circunstancias de la empresa” (Exposición de motivos Real Decreto-ley 3/2012)
¿Y así, hasta dónde?: hasta que las personas nos convirtamos en naranjas que ni se las escucha, ni padecen.
- En el mercado perfecto que aparece en los libros neoclásicos cualquier factor (también trabajo) se compra y se vende en cualquier cantidad, porque de lo contrario el mercado no funciona. En España, desde 1976 (Ley de Relaciones Laborales) el contrato se presupone indefinido, por lo que si el propietario quiere acabar con el contrato unilateralmente –dejando de comprar una determinada cantidad de trabajo- tiene que pagar por ello una indemnización, lo que proporciona estabilidad al trabajador en su puesto de trabajo (precisamente la barrera del despido hace que este se denomine indefinido). Esta defensa del eslabón más débil, la persona que trabaja, choca con el concepto de mercancía pues el que se compre una cantidad de mercancía hoy no exige ni penaliza (mediante una indemnización) el que no se compre mañana. En la deriva de convertir a los trabajadores en mercancía se entienden las reformas de las tres últimas décadas que intentan reducir el coste del despido por tres caminos que corren paralelos y se refuerzan mutuamente:
Primero: la ley 10/1984 abrió la puerta al contrato temporal (no causal) con una indemnización muy reducida, 12 días por año trabajado (y nula para contratos de formación y prácticas), frente a los 45 días en los indefinidos. Creada la dualidad, se presenta ésta como el mal endémico del mundo laboral y a continuación toda solución sólo pasa por reducir la indemnización del indefinido para acercarse al temporal y no al contrario. Así la Ley 63/1997 creó para colectivos muy especiales un contrato indefinido con 33 días de despido (y tope 24 meses y no 42 meses), el Real Decreto-ley 10/2010 universalizó los 33 días para todos los parados, y el Real Decreto-ley 3/2012 para todos sin la condición de estar parado, al tiempo que abre la puerta al despido libre, con el contrato a prueba de un año, en este primer momento para un colectivo muy específico, menores de 30 años y en PYMES de menos de 50 trabajadores, para que en sucesivas reformas puedan ir incorporándose otros colectivos y tipos de empresas.
Segundo: pero que dada la carga de profundidad podía ser el primero, recortar los casos de despido improcedente (ampliando la definición del despido por causas objetivas) y su coste de indemnización. Las sucesivas reformas 94, 97… hasta la última de 2010 han redefinido las causas objetivas, y se ha reducido paulatinamente la indemnización de 32 a 20 días en el despido procedente. La actual modificación da un vuelco al artículo 82.3 del Estatuto de los trabajadores (ET) al considerar causa objetiva “la disminución persistente de su nivel de ingresos o ventas. En todo caso, se entenderá que la disminución es persistente si se produce durante dos trimestres consecutivos”. Estas y otras medidas conducen a igualar la indemnización del indefinido y del temporal, lo que nos conduce al tercer camino.
Tercero: redefinir el concepto de trabajo indefinido obviando lo que le hace indefinido, la indemnización. Se reduce su indemnización, vaciándolo de contenido, quedando sólo el nombre al equipar su protección al del contrato temporal “(…) la contratación temporal. Lo primordial es el objetivo final de que en 2015 sean 12 días de indemnización, que es exactamente lo que tendría que pagar un empresario que despida en ese momento por causas objetivas a un trabajador fijo, ya que de los 20 días reglados habría que deducir los ocho días de subsidio. De esa manera, se incentivará la contratación indefinida.” (Declaraciones del Ministro de trabajo el 17/06/2010).
La reforma que se anuncia en estos días continúa el camino de la mercantilización del trabajo. El que el contrato indefinido tenga finalmente una indemnización de 20 días por despido procedente (que también se aplica si el trabajador no acepta la imposición del propietario que modifica unilateralemte el horario, jornada, sueldo etc –explosionando el artículo 41 del ET) o de 33 días por el despido improcedente, es sólo otro escalón más hasta que no exista indemnización, la negociación sea simple imposición por la parte más fuerte, el empleador, y las personas seamos naranjas.
En definitiva, discutamos las “reformas laborales” pero rechacemos frontalmente la terminología “reformas del mercado laboral” porque debajo de las palabras esconde soluciones y una tendencia que deterioran el bienestar de la mayoría.
Llegados a este punto convendría recordar a los economistas neoliberales, y a los políticos que siguen sus consejos, que si todos tenemos como objetivo económico el bienestar de todos los ciudadanos, este se puede lograr: uno, mediante una adecuada distribución de la renta –que se consigue con reformas laborales que favorezcan a la posición más débil-, repartiendo con más justicia el valor añadido que genera la actividad económica. Dos, corrigiendo la distribución inicial a través de impuestos progresivos (para que los que obtuvieron más del primer reparto devuelvan una parte a la sociedad que les permitió conseguirlo). Si el mayor bienestar de todos no se logra por ninguno de estos dos medios, el (gasto en) bienestar del conjunto de los ciudadanos caerá. El emitir deuda y pagar el tipo de interés de mercado para pedir prestado un dinero que tendría que haber sido recaudado o repartido desde el inicio (de ahí la importancia de las reformas laborales) además de no resolver el problema del bienestar del conjunto, más allá del corto plazo, supone recompensar de nuevo a los que presionaron para que las leyes de la sociedad (laborales y tributarias) permitieran su situación ventajosa a costa del resto.
Los que desde la economía neoclásica, con su fe ciega en el mercado, alientan esta realidad tendrían que hacerse responsables de sus acciones -pues así sólo se alcanza el bienestar para algunos-, y recordar las palabras del maestro José Luis Sampedro: “Los economistas se dividen en dos: los que hacen más ricos a los ricos y los que hacen menos pobres a los pobres”.
* Ex profesor de economía de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de econoNuestra.