El hombre, dice mi contertulio más rotundo, ha nacido para mandar. Discrepo: ha nacido, le digo, para morir. Y un tercero en concordia, interviene y opina que mandar, lo que se dice mandar, ya no mandamos nada ninguno más que esos que, de un modo o de otro, se hacen con el timón y disponen de vidas y haciendas.
Nos gritan que la soberanía es del pueblo, que el pueblo es soberano, que mandamos … en conjunto. Con lo cual, ninguno mandamos nada porque la posibilidad de mandar se diluye de tal modo que al fin y al cabo se apoderan de ella unos pocos.
Sagaz, ha llamado a este instinto tan humano Frisch, miedo a la libertad. Nos arropamos con la dependencia que nos permite descargar responsabilidades en quienes para ello no dudamos en renunciar el ejercicio de nuestra libertad, esa pizca indivisible de soberanía que, un grano no hace granero, se añade al silo de los audaces.
Me pregunto lo que ocurrirá cuando las personas redescubran el concepto grecolatino de su ciudadanía, el orgullo de ser republicano griego o ciudadano romano, perdido tal vez con el tumulto de los bárbaros.
Una ingente multitud de vividores se apunta, desde que el mundo es mundo, quizá, a aprovecharse de los instintos básicos y los miedos ancestrales de sus semejantes. Tu, nos dicen, trabajarás y nosotros a cambio, te procuraremos aliviar de miedos, angustias y responsabilidades. Incluso te garantizaremos un futuro mejor, claro que sin poder asegurarte para cuándo. Ya sabes que el futuro se hace con recuerdos y esperanzas. Tiene mucho de aleatorio. Hay que descontar, además, nuestro elevado porcentaje.
Porque, claro. No asumen gratis la carga de nuestra hermosa, privilegiada, pero pesada y aterradora libertad.
Es lo malo del invierno. Da tiempo, cuando te refugias, pero abres la ventana del mundo que ahora hay en todos los estarcomedores del mundo mundial, te pones a pensar, cavilas hondo, sueñas. Me preocupa que la mimosa haya quedado como a medias de abrir, con la congoja de este frío súbito, que, a través de la supradicha ventanita, viene, como vinieron los ejércitos de los bárbaros, de las llanuras que recorría Gengis Khan, por donde pasó Miguel Strogoff.