La máxima extensión de los glaciares cantábricos fue previa a la que se registró en Europa, según un artículo del Departamento de Geología de la Universidad de Valladolid
UVA/DICYT La máxima extensión de los glaciares de la Cordillera Cantábrica durante la última glaciación del planeta no coincide con la de otras masas de hielo de Europa, según los datos publicados en un monográfico de The Geological Society. Investigadores de la Universidad de Valladolid (Uva) han analizado los estudios que existen al respecto y los han plasmado en esta síntesis, junto a dataciones realizadas por ellos mismos en los Picos de Europa y en la Montaña Palentina. Los resultados están más próximos a los registrados en los Pirineos y confirman que la glaciación en la península ibérica tuvo rasgos diferenciales
“En el momento en el que se registra más frío, los glaciares cantábricos son más cortos pero de un mayor grosor”, comenta Enrique Serrano, investigador del Departamento de Geografía de la UVa. Su hipótesis es que, en una primera etapa todavía relativamente cálida, la cercanía con el océano habría provocado altos niveles de humedad y precipitaciones en forma de nieve, lo cual habría hecho que los glaciares ocupasen una gran extensión, aunque fuesen poco consistentes. Sin embargo, posteriormente aumenta el frío y se reducen las precipitaciones, momento en el que se registra el último máximo glaciar en Europa y la nieve se transforma en hielo formando una capa más sólida, pero de menor extensión.
El último periodo glaciar se registró hace 20.000 años, pero este trabajo, en el que también han participado investigadores de la Universidad de Cantabria y de la universidad escocesa de Aberdeen (Reino Unido), sugiere que en la Cordillera Cantábrica la máxima extensión de los glaciares se habría producido antes de 40.000 años.
Habitualmente, los expertos que estudian estos fenómenos utilizan diversas técnicas. Una de las más conocidas es la del carbono 14, que utiliza este isótopo para determinar la edad de los materiales. La materia orgánica que los investigadores encuentran en antiguos lagos (paleolagos) también permite establecer correlaciones temporales, ya que determinadas formas de vida necesitan condiciones climáticas muy determinadas para desarrollarse.
Por otra parte, el trabajo de campo es esencial. Los sistemas de información geográfica (SIG) y la fotointerpretación ayudan a entender lo que no se aprecia a simple vista. Por ejemplo, “podemos calcular la línea de equilibrio del glaciar, es decir, el momento en el que dejaba de acumular hielo y empezaba a fundirse”, teniendo en cuenta la topografía y utilizando modelos digitales del terreno. Hoy en día existe un programa preciso, desarrollado en la Universidad de Aberdeen por Ramón Pellitero, doctor por la Universidad de Valladolid.
Zonas periglaciares
El trabajo de Enrique Serrano abarca también las zonas periglaciares, es decir, la presencia de hielo en zonas no glaciares, y el permafrost, los suelos helados permanentes, que en España se limitan a las zonas de alta montaña. Detectar dónde están y dónde desaparecen tiene una gran relevancia, puesto que está directamente relacionado con el cambio climático. “En general, estudiamos la criosfera, la superficie de la Tierra con agua en estado sólido, es importante conocer qué está pasando y qué ha sucedido en el pasado reciente para estimar lo que puede ocurrir en el futuro”, comenta.
Los datos que los investigadores españoles del permafrost pueden aportar se suman a los obtenidos a escala planetaria y permiten comprender mejor la evolución del clima. Estos científicos se agrupan en torno a la asociación IPA-España (International Permafrost Association-España) y han publicado otro artículo en la revista Quaternary Science Reviews que también es una síntesis que trata de actualizar el conocimiento en torno a las zonas periglaciares de la península ibérica.
Este trabajo, liderado por el investigador Marc Oliva, de la Universidad de Lisboa, también cuenta con la participación de Enrique Serrano y muestra la evolución del hielo en el Holoceno, es decir, los últimos 11.000 años. Los depósitos periglaciares han ido variando en función de los cambios en las condiciones de temperatura y humedad, pero mientras que hoy en día se reducen a la alta montaña, por encima de los 2.000 metros de altitud, en épocas anteriores eran muchos más extensos, alcanzando incluso zonas llanas como el valle del Duero. Especialmente relevante fue el frío que implicó intensos procesos periglaciares en las montañas de la península ibérica en lo que se conoce como Pequeña Edad del Hielo, que abarca desde el siglo XIV hasta el XIX.