La cantante asturiana consiguió un triunfo arrollador en el Campoamor ovetense con la ópera «L’elisir d’amore» de Gaetano Donizetti
Por Fermín de Pas.- Quince años después de su debut operístico con un papel modesto en «L’amico Fritz», Beatriz Díaz regresaba al escenario del coliseo capitalino para interpretar el rol protagonista de un «L’elisir d’amore» que terminó en una celebración por todo lo alto. En la última función, el tenor José Bros, que también festejaba el 25 aniversario de su presentación en el Campoamor, tuvo que bisar la famosa «Una furtiva lacrima», así que nada más ni nada menos que 40 años de éxitos ininterrumpidos se dieron cita sobre el escenario en la piel, esta vez, de Adina y de Nemorino.
Muchos han sido los logros artísticos de la soprano desde el 11 de noviembre de 2002, fecha que significaba el inicio de una andadura jalonada de triunfos sobresalientes, desde el primer premio del concurso internacional de canto «Francisco Viñas» hasta su revelación en el Festival de Salzburgo o la Ópera de Roma bajo la dirección de una leyenda viva de la música como Riccardo Muti, pasando por el teatro Carlo Felice de Génova y el teatro La Fenice de Venecia en donde cuajó una espléndida Musetta de «La bòheme» o por el Colón de Buenos Aires para bordar el famoso «O mio babbino caro» de la ópera «Gianni Schicchi» ante unos aficionados entregados en cuerpo y alma.
Bastaría con estas pinceladas biográficas para afirmar que Beatriz Díaz es por méritos propios la mejor soprano asturiana de la historia, incluso si omitiéramos que ha cantado en todos los grandes coliseos españoles –en el grancanario Pérez Galdós «desató una tormenta de bravos» por su papel de Micaela del título «Carmen»– y que es habitual en las temporadas del Teatro de la Zarzuela de Madrid, que tiene en sus filas a otro destacado asturiano, el excelente maestro Óliver Díaz, en la dirección musical del templo madrileño desde hace un año y quien regresó triunfalmente a casa para unirse a la fiesta y conducir con enorme brillantez este aclamado «Elisir» ovetense. O si dejáramos de citar, en prueba de lucimiento, simpatía y versatilidad, que la cantante puso al público en pie en The Musashino Cultural Foundation de Tokio o que cuenta por sonoras ovaciones su participación como solista en la cantata «Carmina Burana», escenificada por La Fura dels Baus, en lugares tan dispares como Macedonia o Taiwán.
Para quienes hemos seguido de cerca su trayectoria, y volviendo otra vez sobre la obra que nos ocupa, resulta grato constatar que Beatriz Díaz ha forjado, muy seguramente, la actuación más redonda de su larga carrera de éxitos.
Dueña de una expresividad y musicalidad de primer rubro, su voz de terciopelo ha ganado en densidad sonora, transitando paulatinamente de la tesitura ligera a la tesitura lírica, pero manteniendo intacta la rica paleta de agilidades. Su esmaltado instrumento es un prodigio de dulzura, carnosidad, color y homogeneidad, con una «mesa di voce» mecida en un inabarcable abanico de matices que aletean en el aire expirado, asumiendo lo más difícil con exultante facilidad y atacando lo que parece imposible con gozosa verosimilitud. Los asombrosos «pianissimi» parecen venir del mundo sobrenatural, los agudos son claros y luminosos, los graves rotundos y rematados. De bien trabajada, la técnica vocal es sólidamente portentosa, y las dotes escénicas una pura delicia…
Estamos –digámoslo sin rodeos– ante una voz fastuosa en estado de exquisita plenitud y tras tres lustros de ascenso imparable en medio mundo, nuestra princesa del canto, cada día más soberana, afronta con deslumbrante madurez la coronación de su definitivo reinado.
Es por ello que la felicitamos con la mayor consideración y nos regocijamos con sumo contento.