Madrid.-El presidente y fundador de la ONG Mensajeros de la Paz, el cura mierense Ángel García, afirmó hoy en el Fórum Europa que “sería absurdo en pleno siglo XXI defender y valorar sólo un tipo de familia”. El padre Ángel fue presentado y arropado por el presidente del Principado de Asturias, y coterráneo del ponente, Javier Fernández, quien desgranó una sentida y víviva semblanza de a quien "Desde sus inicios en la capellanía del orfanato de Oviedo, a este cura de Mieres no le han sido extraños los huérfanos, ni los viejos, ni los inmigrantes, ni los sin techo, ni los sufridores de la desolación causada por la naturaleza o por esa catástrofe miserable que es la guerra, el hombre vuelto lobo para el hombre".
INTERVENCIÓN DEL PRESIDENTE DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS,
JAVIER FERNÁNDEZ
Pacita no tenía un halo angélico sobre la cabeza, tampoco usaba toca ni hábito. Pacita, tía de mi padre, era simplemente una buena y beata mujer, como tantas otras en aquellos años del siglo XX: católica, rezadora y cumplidora rigurosa de los preceptos.
Se preguntarán por qué les hablo de una pariente de misa y avemarías. Verán, es que el perfil biográfico de Pacita incluye otros rasgos más llamativos. Por ejemplo, trabajaba en la Fábrica de Mieres, cuando era casi insólito que una mujer lo hiciera en aquella factoría pesada de humo, metales y hombres. Tampoco la arredraba ser la única practicante católica de mi familia, una familia que ni era católica ni practicante. Y, por último, que es lo que más nos puede interesar esta tarde, fue catequista del niño Ángel García Rodríguez, el padre Ángel que hoy nos acompaña y que intervendrá a continuación.
Ya ven por qué extraños caminos puede que mi beata pariente, que se encargó de rogar por todos sus descreídos familiares, influyera en la vocación eclesial de este hombre natural de La Rebollá, un pequeño pueblo del Norte de Mieres, allá en el Norte de España, donde también había nacido mi padre. Somos, pues, vecinos del mismo mundo de nieblas, agua, minas y gentes.
La semblanza del padre Ángel empieza allí, en Asturias, y continúa hasta ahora mismo. Les propongo que se fijen en él, ya que le tenemos a mano. Obsérvenle con atención. ¿Qué ven? ¿Distinguen algo extraordinario en este hombre casi ochentón de pelo blanco, gafas y afable sonrisa perenne? Como le ocurría a mi parienta, tampoco le ilumina un nimbo de luz, ni se escucha un fondo de músicas celestiales cuando habla, ni siquiera el mínimo rasguear de un arpa angelical. Reparen en que sus apellidos, García Rodríguez, son bastante vulgares, casi tanto como mi doble y sencillísima condición de Fernández.
Y, sin embargo, si aquí nos tiene reunidos será por algo especial. Evidentemente, no soy yo quien para expedir certificados de bondad. Muchísimo menos para hablar de santidades ni nada que se le acerque. Me faltan ganas y teologías para elucubraciones de semejante altura. Pero si estamos reunidos para escuchar qué tiene que decirnos el párroco de la iglesia madrileña de San Antón sobre la afirmación de que “un mundo mejor es posible” es porque le reconocemos una capacidad, una autoridad para hacerlo. Pienso que no exagero si afirmo que todos compartimos la idea de que el padre Ángel es de esas personas, contadas personas, que ha empeñado su vida en mejorar el mundo. A su modo y manera, en efecto, pero es que debemos comprender que no existe una vía única y exclusiva para construir una sociedad más fieramente humana, como el ángel del que hablaba el título de Blas de Otero. Estemos siempre alerta ante quienes se arrogan el monopolio de las buenas intenciones.
Y, ya puestos, ¿cuál es el modo y manera del padre Ángel? Perdón por recurrir a otra cita, pero no encuentro mejor síntesis que la de Terencio, allá por el siglo II antes de Cristo: hombre soy y nada humano me es ajeno. Desde sus inicios en la capellanía del orfanato de Oviedo, a este cura de Mieres no le han sido extraños los huérfanos, ni los viejos, ni los inmigrantes, ni los sin techo, ni los sufridores de la desolación causada por la naturaleza o por esa catástrofe miserable que es la guerra, el hombre vuelto lobo para el hombre.
Esa preocupación permanente por el otro es la que enhebra la reconocida biografía de nuestro sacerdote, con la fundación de asociaciones como Cruz de los Ángeles, Mensajeros de la Paz, Edad Dorada; con las visitas a Siria, Irak, Sudamérica, Irán, Haití, Nepal, Filipinas a tanta geografía de la devastación; con la iniciativa para ofrecer cenas gratis a los pobres en los restaurantes Robin Hood; con, en fin, todo el despliegue de acciones promovido por quien trabaja para los demás. Por esa constante dedicación, que es la que nos hace estar orgullosos de él, el Gobierno del Principado decidió concederle en 2014 la Medalla de Oro de Asturias, un galardón que se añadió a distinciones tan notables como el Premio Príncipe de la Concordia.
Les voy a contar un pequeño secreto. El padre Ángel me animó a participar en esta presentación con el ruego de que hiciese el milagro –sí, como suena, el milagro, que es un prodigio- de buscar hueco en la agenda. Hombre, querido vecino de Mieres, si todos los milagros son como estos, hasta un tipo tan descreído como yo tendría fácil subir hasta la peana de santo. Será que me pides cosas fáciles para intentar convencerme de que tiene algún mérito estar aquí esta mañana, cuando lo que debo es agradecerte la invitación. No peques de falsa humildad y explícanos cómo se puede hacer un mundo mejor cuando los países se repliegan sobre sus límites, las fronteras se espinan con alambradas, se proponen muros que son paredes y cimientos para el miedo; cuando millares de personas mueren en el intento de entrar en esta vieja Europa que reniega de sí misma y del proyecto más esperanzador que ha tenido en toda su historia; cuando la palabra refugiado, en lugar de solidaridad parece que ya suena acompañada del eco del temor.
No me llames pesimista, que no lo soy. Yo, como tú, como todos los que asistimos a este Foro Nueva Economía, también quiero un mundo mejor. Te aseguro que no sólo no me desespero ni me rindo, sino que también encuentro ejemplos que me hacen confiar en la inmensa capacidad del ser humano para hacer el bien. Y uno de esos ejemplos, sin duda alguna, eres tú, el cura García Rodríguez, aquel niño al que la buena Pacita enseñaba el catecismo. Estás aquí sin aureola, sin banda sonora, sin ropaje lujoso, sin más distinción que la que te proporciona tu labor por los demás, esa que te ha convertido en el querido padre Ángel al que ahora todos queremos escuchar.