El presidente del Principado, Javier Fernández, se refirió ampliamente este lunes al papel de las instituciones dentro del Estado y al actual momento político que viven España y Asturias, con una amplia reflexión entre cuyas conclusiones destaca la de que "El desafío hoy, en España, y también en Asturias, se llama acuerdo, entendimiento, consenso para evitar que esta democracia y sus instituciones se sometan a un desgaste que fomente el desánimo, la desafección, el desdén por la política".
La intervención del presidente se produjo en la inauguración de la Escuela Internacional de Verano Manuel Fernández López "Lito", en la que estuvo acompañado por el rector de la Universidad de Oviedo, Santiago García Granda; el secretario general de UGT Asturias, Javier Fernández Lanero; el presidente del Principado, Javier Fernández; la presidenta de la Fundación Cultura Asturias, Paz Fernández Felgueroso; y el concejal del Ayuntamiento de Gijón, Fernando Couto (Foto: Armando Álvarez)
Ofrecemos a los lectores el texto íntegro de la intervención.
“Paz a los hombres, guerra a las instituciones” es un lema anarquista. Para ellos, las instituciones –léase los gobiernos, los partidos, toda la amalgama que articula el Estado— perpetúan la explotación, engranan el mecano de la dominación. El asunto elegido para esta edición de la escuela de verano, la recuperación del papel de las instituciones, ya ha dado para muchísimos debates en la filosofía política y en la historia de la izquierda. Es oportuno que en Asturias y en España abordemos hoy esta cuestión. Felicito a los organizadores de esta escuela de verano porque han orientado bien los focos: iluminan el escenario adecuado en el momento justo. A mí me ponen en un brete, pero para eso estamos.
La consigna ácrata, tan sugestiva, da mucho que pensar. Aunque la idea anarquista no vaya exactamente por ahí, ¿podemos hacer esa distinción radical entre hombres e instituciones? Los teóricos del contrato social (Hobbes, Locke, Rousseau, más recientemente Rawls) han construido grandes obras sobre cuáles serían las decisiones de la humanidad a partir de un imaginario estado de naturaleza. En el desarrollo de ese razonamiento, unos concluyeron que la monarquía absoluta era el sistema de gobierno más adecuado; otros avanzaron hacia el liberalismo y la democracia.
Pero no temáis. Abandono la excursión por los clásicos del pensamiento político. El caso es dilucidar si existen las instituciones perfectas o, expresado de otra manera, si un buen sistema institucional asegura la justicia, la libertad, los derechos sociales y todas las necesidades y derechos que consideramos básicos. En el caso de que no existiese, bastaría con instaurarlo. A partir de ahí, su funcionamiento virtuoso haría el resto.
Para ser más concreto, pensemos en la democracia. Su triunfo ha sido aplastante: sólo se discute de manera residual, hasta el punto de que algunos regímenes muy alejados se apropian del nombre para maquillarse de legitimidad (Corea del Norte se denomina oficialmente República Popular Democrática de Corea, nada menos, y a ninguno se nos ocurriría incluir a Kim Jong-un entre los gobernantes de una democracia). Si existe ese consenso sobre el mejor modelo –o, cínicamente, el menos malo—, deberíamos pararnos a pensar un poco en él tal como lo entendemos. Podríamos, por ejemplo, convenir que:
a) Pese a su expansión, es un sistema nuevo en la historia de la humanidad. Pensemos que, en su formulación actual, tomada como referencia la Constitución de Estados Unidos (1776) y no la polis ateniense, no ha cumplido los tres siglos. Consideremos también que, por lo habitual, lo nuevo es frágil.
b) Es nuevo porque no es natural. La democracia es un sistema al que se llega por la razón y por la comunidad. A la democracia no se llega por la tribu ni por la sangre ni por la tierra, ni por la fuerza ni por la fe. Esto quiere decir que el funcionamiento democrático requiere un ejercicio racional (deliberar, dialogar, acordar, discrepar y elegir son verbos de la razón). Las gónadas y la amígdala nos llevarían a otros regímenes, nunca a la democracia. Admitamos, por tanto, que hablamos de un artificio que corrige la naturaleza y rechaza el punto de partida; algo, en definitiva, abstracto, laborioso e inestable que exige asumir la complejidad y que no existe sin representación.
Quiero insistir en este punto: no hay democracia sin representación.
Lo digo porque este es un debate viejo que ha recobrado ahora vigor. Rousseau defendía la democracia directa y hoy abundan los partidarios de la consulta continua, los plebiscitos y los sistemas asamblearios, modelos en que los ciudadanos gobiernan el día a día a través de decisiones colectivas, aunque de lo que se trate sea, en realidad, de ratificar posiciones ya tomadas: se pide a la ciudadanía (en los partidos y los sindicatos diríamos las bases) que aplaudan con sus votos la decisión previa adoptada por sus élites, en un proceso de legitimación que, frecuentemente, se utiliza para dirimir parcelas de poder.
Otra cuestión relevante para el funcionamiento de las instituciones democráticas es que está constreñido al marco de unos Estados cuyo poder se está evaporando hacia un espacio de flujos, extraterritorial y despolitizado donde fuerzas económicas y financieras globalizadas flotan libres de toda intervención estatal.
Compatibilizar democracia, globalización y Estado nación sólo es posible de dos en dos, según el famoso trilema de Dani Rodrick.
En España vivimos en democracia desde 1977, fecha de las primeras elecciones. Podemos estar de acuerdo en que un sistema institucional que bordea los 40 años es especialmente joven y, por lo tanto, inmaduro y endeble. Estos adjetivos no se refieren a sus cualidades, sino a su consistencia histórica. Si invito a que tengamos este hecho en cuenta no estoy contando la batallita del abuelo (aunque efectivamente esa batalla, esa guerra existió), estoy llamando la atención sobre una circunstancia objetiva: ni las cosas han sido siempre así, ni tienen certificado de eternidad.
Hablaba Ortega de lo que cada generación llama nuestro tiempo, “ese conjunto de factores tan vago y esquivo como se quiera”. Quizás una explicación parcial, no completa, de las distintas actitudes que se observan hoy ante los problemas que afectan a nuestra democracia responda a las distintas vivencias generacionales, la de los que nacimos en un país y nos hicimos plenamente adultos en otro, los que sabemos que el de hoy no existió siempre, que costó mucho crearlo, que perderlo es más fácil que ganarlo y los que no lo conocieron y piensan que el pasado es otro país y allí las cosas se hacen de otra manera.
El peligro es que el nuestro tiempo de Ortega ya no plantee una dialéctica normal entre generaciones sino una fractura radical y un abismo insalvable. Y ese peligro se agrava, porque esta crisis de caballo ha roto la barrera de mejora generacional y la incertidumbre sobre el futuro laboral y vital ha convencido a muchos jóvenes de que no son una edad de la vida, sino una clase social.
Durante estos 40 años, ¿han funcionado bien las instituciones? Preciso que la urdimbre democrática exige también tejido civil. Hay que hablar de los gobiernos, de los parlamentos, de los tribunales –ya he citado los tres poderes clásicos-, pero también de los partidos, de los sindicatos y de las demás organizaciones que, aún sin ser piezas imprescindibles del sistema, sí son necesarias, como las no gubernamentales, las asociaciones corporativas, las vecinales, las culturales, etcétera.
Honradamente, creo que sí. El salto ha sido tan enorme que no merece la pena siquiera debatirlo. No comparto en modo alguno la impugnación general de la Transición que hacen algunas fuerzas políticas. No lo comparto como ciudadano ni como dirigente socialista, porque lo viví y porque mi partido fue un contribuyente neto a la modernización de España. La existencia de grandes dificultades –la mala gestión de la crisis, la corrupción y el independentismo- no es la herencia del pasado, sino un presente mal gobernado. El dilema entre nuevo y viejo es un trampantojo; la discusión será siempre entre lo bueno y lo malo.
Si esta escuela de verano de UGT ha elegido debatir sobre cómo “recuperar el papel de las instituciones” se sobreentiende que esas instituciones no están funcionando a satisfacción, no están realizando las funciones para las que fueron creadas. Es decir, garantizar la libertad de pensamiento, la de expresión, la educación crítica, el laicismo, la paridad entre sexos, los derechos políticos, los civiles, los sociales, la separación de poderes, el desarrollo económico y la redistribución, objetivos esenciales de las instituciones democráticas.
Es difícil ordenar la jerarquía de los agentes que más las erosionan pero me atrevo a citar tres: la corrupción, la inutilidad y la desigualdad.
La corrupción, porque las convierte en herramientas para el provecho personal en lugar del bien público. Donde prolifera la corrupción la confianza democrática se transforma en desafección.
La inutilidad, porque provoca desinterés. La democracia difícilmente podría sobrevivir a la desafección, pero es imposible que sobreviva a la indiferencia.
La desigualdad, porque el problema de garantizar solo los derechos formales, el gran riesgo del amor a la democracia como idea abstracta, es que termine prevaleciendo sobre el amor a las personas concretas.
Pienso en un ejemplo que completa este razonamiento: la construcción europea. Este gran proyecto se había venido desarrollando de modo gradual (lo que se llama el método Jean Monnet, en referencia a uno de los fundadores) sobre una triple garantía de libertades, derechos sociales y prosperidad. La recesión arruinó la esperanza del crecimiento continuo y el austericidio empobreció los derechos sociales. En la medida en la que pertenecer a la Unión dejó de ser sinónimo de bienestar social, la ilusión europea se convirtió en un fraude para millones de ciudadanos y la carencia de representación democrática y el gobierno de expertos y tecnócratas emergieron como factores de descrédito y desafección.
El brexit responde, en parte, a esa frustración, al igual que el crecimiento de la xenofobia y el populismo (de extrema derecha en centroeuropa y de izquierda aparente en el sur).
Es una de las mejores muestras que se me ocurren para refrendar la afirmación anterior: las instituciones que no demuestran su utilidad se degradan hasta hacerse prescindibles. Nada menos que la construcción europea, surgida de la trágica experiencia de las guerras mundiales, que ha contribuido a la expansión de las libertades y del Estado de bienestar, que ha ayudado con sumas ingentes a la transformación de varios países, la única utopía vigente de ciudadanía supranacional, es hoy una realidad en entredicho por la sencilla razón de que ya no se percibe útil. ¿Queremos más ejemplos de que las edificaciones políticas son reversibles, que no tienen certificado de eternidad? Sí, recuperar las instituciones exige que sean útiles. Recuperar las instituciones también exige combatir la corrupción, apostar por la transparencia, por la rendición de cuentas, por la consolidación de una ética pública, sin caer en procedimientos que hubiera suscrito Torquemada o esparcir rumores fríamente fabricados para empañar reputaciones.
Recuperar las instituciones es corregir una aberrante politización de la justicia que permite adelantar el resultado de una deliberación en función del grupo parlamentario que hubiera propuesto a cada magistrado, pero también impedir que un poder del Estado sea más corporativo que democrático.
Recuperar las instituciones es evitar la endogamia de los partidos, su cooptación por guardias pretorianas, los defectos que hace tanto describió Robert Michels en la “ley de hierro de la oligarquía”. Pero, ante estos males, ¿la solución es recurrir al asambleísmo, al plebiscito cotidiano que convierte a la militancia en el supremo ratificador de todas las decisiones?
Si somos autocríticos, atrevámonos a ser incómodos con las preguntas. ¿Son hoy más fuertes los sindicatos? ¿Lo son los partidos? Esa debilidad, ¿responde a problemas formales, a su organización interna o a que, sencillamente, no aciertan a dar respuesta a los problemas de los ciudadanos? ¿Pensamos que el sistema de elección de delegados, la organización en federaciones, el recurso a los referendos soluciona todos los problemas? ¿O puede darse el caso de que seamos más democráticos, muy estupendos pero inútiles y, por tanto, indiferentes para la ciudadanía?
Pero, sobre todo, recuperar las instituciones ¿es posible si se recortan los derechos sociales?, ¿si se desacredita la redistribución?, ¿si se consolida y se estimula la desigualdad?
Yo creo que no, y por eso la recuperación de que hablamos no será tal si economistas y políticos no reconozcan que subestimaron las fragilidades políticas de la forma actual de globalización. Si no se llena el vacío intelectual de la izquierda, partiendo de que una gestión económica eficiente, en el exclusivo nivel nacional, ya no es posible.
Para Rodrik la buena noticia es que ya está ocurriendo, con las reformas globales que proponen Stiglitz y José Antonio Ocampo, con los cambios radicales que Anat Admati plantea en el sector bancario, con las políticas de Thomas Piketty para encarar la desigualdad en el nivel nacional, con la necesidad de invertir a largo plazo en infraestructuras y economía verde de Jeffrey Sadi o incluso Laurence Summers…con políticas que corrijan las consecuencias de llevar la globalización económica más allá de los límites de las instituciones que regulan, estabilizan y legitiman los mercados.
Conviene recordar que la primera de las reformas desde la izquierda (el keynesianismo, la socialdemocracia, el Estado de Bienestar) salvó al capitalismo salvaje de sí mismo. Si no se plantea otra respuesta similar en forma de ideas económicas razonables políticamente que configuren un programa claro con el que remodelar el capitalismo y la globalización en el siglo XXI las respuestas se concentrarán en la reafirmación de identidades locales y nacionales, el rechazo hacia la política, la desconfianza hacia las élites y los expertos y en definitiva el descrédito de las instituciones.
Es hora de hablar de la situación concreta de Asturias y de España.
En Asturias llevamos un año en prórroga presupuestaria. Pese a que la izquierda suma 28 diputados en la Junta General, el entendimiento ha sido imposible. La falta de acuerdos también ha impedido agilizar otras decisiones. Incluso proyectos que suscitan un gran respaldo experto, como la ordenación del área metropolitana, han sido sometidos a un zarandeo inútil por el único pecado original de haber sido propuestos por el gobierno. ¿Quiénes son los responsables de estos absurdos? Me parece una perversión culpar a la Junta General como institución. No, hay que responsabilizar directamente a quienes componen ahora el parlamento y demuestran día a día que no están a la altura de la situación y mucho menos a la altura de la indignación que consiguieron representar. Aprovecho para aclarar que no se puede ser equidistante en esta cuestión sin mentir: el Gobierno ha hecho y continuará haciendo esfuerzos para que la mayoría numérica de la izquierda se convierta en mayoría política que permita tomar decisiones de progreso. La habilidad propagandística y la telegenia del Gobierno son discutibles; lo que no está en cuestión es su voluntad de acuerdo. Pero lo que no podrá hacer este Gobierno, ni cualquier otro, es impedir que un grupo parlamentario se obceque en la negativa a alcanzar un acuerdo presupuestario. Ésa será su responsabilidad. Nosotros, repito, lo vamos a intentar.
En cuanto a España estamos también en prórroga. En este caso, vamos camino de un año en prórroga política.
Temo que os defraudaré al hablar de la situación nacional, porque quiero y debo ser prudente.
Tenemos una democracia consolidada, pero joven. Sus instituciones, que han funcionado razonablemente bien, se enfrentan hoy al triple problema de la desigualdad, la corrupción y la tensión independentista. No es posible exagerar el poder gangrenante de las dos primeras. El tercer elemento tampoco es un factor menor. Como ya he dicho en otras ocasiones, no es un asunto de pífanos, banderas y ardores patrióticos: no hay instituciones sin Estado y el Estado no es otra cosa que un espacio público compartido. Si cuestionamos continuamente ese espacio, tendremos como resultado un irreversible deterioro institucional. Algo que, sin embargo, suelen olvidar quienes confunden la calidad democrática con un buenismo aturdido hacia todo proceso plebiscitario, que define una nueva dimensión de la izquierda, frente a la vieja tradición de rigor y de firmeza.
No soy partidario del “derecho a decidir” y me resulta difícil entender que alguien que está comprometido con el conjunto de la comunidad política pueda vincularse con quien la pretenda quebrar. No lo soy porque creo firmemente en la saludable propensión de las sociedades avanzadas a crear comunidades políticas cada vez más amplias y no lo soy porque (cito a Muñoz Molina) para mí, compatriota no es el que tiene apellidos parecidos a los míos, ni una memoria semejante, ni siquiera un idioma materno. Compatriota es el que ha cumplimentado el trámite jurídico de obtener la misma nacionalidad que yo y lo es del todo, incondicionalmente, desde el momento en que ha adquirido esa ciudadanía.
Por todo eso no soy partidario del llamado “derecho a decidir”, pero admito la legitimidad de quien quiera ejercerlo. Eso sí, con respeto al Estado de derecho: cambiando la Constitución primero y actuando después. Lo que no admito, lo que no puedo admitir, es que, para desconectar Cataluña de España se desconecte también de la ley y del derecho, y hoy hay fuerzas políticas que se aíslan a sí mismas, al intentar que las instituciones de autogobierno no se rijan ni por la legalidad constitucional ni por la ordinaria vigentes en España. Con ellos ni se debe ni se puede acordar.
Por tanto, excluidos de cualquier hipotético acuerdo para formar gobierno ERC y la antigua Convergencia -porque todo presupuesto de partida para negociar se asienta en el cumplimiento de la ley y el orden constitucional- las mayorías posibles quedan tan perfectamente definidas que, con o sin elecciones de por medio, son grandes las posibilidades de que la próxima legislatura sea mucho más inestable que este extraño interregno en funciones en el que la sociedad está demostrando una extraordinaria madurez para autoadministrarse.
En efecto, estamos sometiendo a esta democracia joven y enfrentada a fuertes problemas a la prueba de estrés de un hecho excepcional: la repetición de las elecciones por la incapacidad de los grupos parlamentarios para permitir un gobierno estable. Tener gobierno no otorga patente de corso, no se puede pensar que esa bandera obliga a arriar todas las demás. Pero así como hay que pensar un gobierno para qué gestión concreta, también hay que considerar previamente el para qué de las instituciones –del parlamento, de los partidos, de las elecciones, que son también una pieza esencial, la definitoria por excelencia de la democracia-, porque si las degradamos a la inutilidad dañamos el fundamento mismo del sistema. Hay órganos que resisten cierto grado de isquemia, pero ni el cerebro ni el corazón están entre ellos. O funcionan o mueren (o se conservan unas horas en hipotermia para el transplante).
La pregunta que debemos hacernos es: si la ciudadanía, con tres elecciones seguidas y tal vez inútiles, pasa de la paciencia a la indiferencia ¿estaremos desacreditando a nuestras instituciones y fomentando la desafección? ¿o solamente comprometemos la reputación de gente apasionada y rebelde que nos atribuyendo los viajeros románticos del siglo XIX? Después de cuatro votaciones de investidura en pocos meses, el enquistamiento hace aparecer cada vez más real la opción de unas nuevas elecciones, aunque todos la consideremos la peor de las posibles.
Quiero ser realista. Me gustaría hacer otra afirmación, pero me temo que la posibilidad de evitar las nuevas elecciones depende menos de una flexibilidad y una capacidad de moderación que no estamos acreditando los políticos que de la percepción que vaya a tener cada partido de aparecer como culpable de que se convoquen.
Creo que estamos jugando con fuego. La democracia no se desgasta con el uso, pero, repito, las instituciones se degradan rápidamente si se hacen inservibles. Por eso el desafío no es exaltar las diferencias –con programas distintos ya se concurre a las elecciones, que es un episodio previo a la situación actual- ni chantajear al adversario exigiendo la claudicación política sin rectificar ni ceder a cambio, sin hacer otro esfuerzo que la presión declarativa. El desafío hoy, en España, y también en Asturias, se llama acuerdo, entendimiento, consenso para evitar que esta democracia y sus instituciones se sometan a un desgaste que fomente el desánimo, la desafección, el desdén por la política y justifique aún más la proclama anarquista, hasta alcanzar el nihilismo: guerra a las instituciones y guerra a quienes las gobiernan.