La Sinfónica de Asturias tocará obras de Dvorak y Bartók el próximo viernes en el Auditorio Príncipe Felipe
La OSPA continúa esta semana su temporada 15/16 con el programa Danzas Eslavas que incluye obra Antonín Dvorák y Béla Bartók, y que será dirigido por el maestro Jaime Martin, el próximo viernes, 11 de marzo, en el Auditorio Príncipe Felipe.
El programa de esta semana está formado por las Danzas eslavas de Dvorak y el Concierto para orquesta, Sz. 116, BB 123, de Bartók.
Las entradas ya están a la venta en la taquilla del Teatro Campoamor (20 y 17 €). Una hora antes del concierto en la taquilla del Auditorio Príncipe Felipe, las entradas se podrán adquirir con un 20% de descuento.
Notas al programa, por Asier Vallejo Ugarte
Antonín Dvorák: Danzas eslavas, op. 46
Pese a la destacada fecundidad mostrada en sus primeros años como compositor, Dvorák no obtuvo reconocimiento internacional hasta su decisivo encuentro con Brahms, quien le procuró un apoyo que acabaría por consolidar completamente su carrera. Hasta entonces sus obras habían mostrado cierta dependencia de las formas clásicas alemanas y de la orquestación wagneriana, con la que había tomado contacto durante su época de violista en el Teatro Provisional de Praga. En la formación de su primer estilo fue determinante también la influencia de la música popular bohemia, con la que abrazó la causa nacionalista común en muchas regiones europeas, pero lo hizo sin imitar o trasplantar temas nacionales de una forma mecánica, sino tratando de integrar en su particular estilo el clima y la entonación de esas melodías populares. Como señala León Plantinga, “muchas de las melodías de Dvorák asumen un carácter claramente triádico, un aire modal, o bien ciertos giros melódicos basados en una Escala por saltos, rasgos todos ellos procedentes de fuentes de la música popular”.
Las danzas, como las óperas y las obras de carácter programático, fueron profusamente empleadas por los compositores que, a partir de la segunda mitad del XIX, perseguían la creación de una identidad musical nacional. El Ländler austriaco, el Csárdás húngaro o la polonesa son muestras de una época que vivió una suerte de apoteosis de la danza popular. Dvorák se basó en danzas bohemias para componer movimientos enteros en varias de sus obras sinfónicas y de cámara, de lo que dan muestra el movimiento lento del Quinteto con piano, op. 81 (basado en la Dumka) o el e Scherzo de la Sexta sinfonía (que toma rasgos de la Furiant), pero el elemento folclórico cobra verdadera fuerza en sus dos colecciones de danzas eslavas, composiciones de pequeño formato que contribuyeron a consagrar a Dvorák, junto a Smetana, como el más genuino representante de la escuela nacional checa.
Las Danzas eslavas, op. 46, nacieron a la luz de su primer encuentro con Brahms, cuya atención reclamó a través de sus Dúos Moravos para dos voces y piano. La recomendación de Brahms a su editor, Fritz Simrock, no se hizo esperar y éste respondió con el encargo de unas danzas con las que aspiraría a revivir el éxito de las Danzas húngaras brahmsianas. El compositor emprendió el trabajo con gran entusiasmo, las expectativas se cumplieron y las Danzas eslavas, op. 46, tanto en su versión original para piano a cuatro manos como en la orquestal, alcanzaron una popularidad inmediata y dieron formidable relieve al nombre de Dvorák entre los círculos musicales centroeuropeos. Ambas versiones se publicaron en 1878. Aunque en Praga se escucharon varias de las danzas en un primer concierto celebrado en mayo, el estreno de la partitura completa tuvo lugar en Dresde en diciembre de ese mismo 1878.
Existen notables paralelismos entre las Danzas eslavas de Dvorák y las Danzas húngaras de Brahms, que toma como modelo, referentes especialmente al colorido, al carácter (su simplicidad encierra auténticos vendavales de energía rítmica) y a detalles de escritura. En el caso de Dvorák, aunque se cree que la mayoría de las melodías son de invención propia, los ritmos se relacionan con danzas populares específicas procedentes tanto del folclore checo como del de otras regiones orientales como Moravia, Polonia, Ucrania o Yugoslavia. Abre la colección (n° 1) la Furiant, una ardiente e impetuosa danza bohemia que se caracteriza por sus cambiantes acentos. La Dumka (n° 2) es una melancólica balada popular que contiene vivos impulsos en su interior. Sigue la Polka (n° 3), popularísimo baile de pareja en 2/4 que se documenta en Europa Central desde comienzos del siglo XIX. La Sousedská (n° 4 y n° 6) es una tranquila danza en 3/4 que Dvorák entrelaza con la Sko?ná (n° 5 y n° 7), más incisiva y vigorosa, para rematar la colección con la bravura, la ferocidad y la exuberancia de una nueva Furiant (n° 8).
Béla Bartók: Concierto para orquesta, Sz. 116, BB 123
A diferencia de otros jóvenes compositores húngaros que prefirieron realizar sus estudios superiores en Viena, Bartók quiso hacer de su Hungría natal su patria musical. Motivado por ese entusiasmo, e impulsado por un talento que se mostró desde muy temprano, fue conquistando un espacio sonoro propio que transitó desde la expresión barbárica y desde una aproximación a los procedimientos impresionistas hacia una poética expresionista fuertemente estimulada por los efectos de Primera Guerra Mundial. Durante todo este periodo fue constante su interés por las estructuras del canto popular, dedicando continuos esfuerzos a recolectar materiales sobre el terreno, por lo que a comienzos de los veinte tenía completamente asimiladas las particularidades lingüísticas y sintácticas del idioma musical húngaro. Como defendería más adelante, “la música campesina manifiesta gran perfección y variedad de formas. Es sorprendente su fuerza expresiva, que está libre de toda superficialidad y sentimentalismo”.
La idea de modelar sus temas sobre diseños populares sobrevivió a los cambios de rumbo que experimentó su música a lo largo de su carrera (fue uno de los primeros en integrar mutuamente elementos folclóricos y técnicas avanzadísimas de composición) y se revitalizó cuando, a finales de los años treinta, sus obras se distanciaron del universo de la experimentación para dejar paso a una concepción más funcional en lo que se refería a la armonía, la expresión y la sonoridad. En lo personal, su aversión a los nazis alentó su decisión de abandonar Hungría y establecerse en Estados Unidos, adonde llegó en 1940 con su equipaje extraviado y un futuro incierto ante su mirada. Efectivamente, la etapa neoyorquina de Bartók estuvo marcada por la adversidad económica, por su precaria salud y por sus arduos esfuerzos por adaptarse al nuevo ambiente. Las circunstancias fueron tan hostiles que hundieron emocionalmente al compositor y detuvieron su actividad creativa durante unos cuatro años, llegando a creer que su carrera había terminado para siempre.
Un día, mientras se recuperaba de un serio revés sufrido en 1943, recibió en el hospital la visita de Serge Koussevitzky, a la sazón titular de la Sinfónica de Boston, con la propuesta de una nueva obra para su orquesta. La idea había partido del violinista Josef Szigeti y del director Fritz Reiner, ambos compatriotas y amigos del compositor. El encargo hizo renacer en Bartók unas energías que creía definitivamente perdidas y en pocas semanas, durante su recuperación en un centro sanitario de Saranac Lake, al norte de Nueva York, compuso su Concierto para orquesta. La primera interpretación tuvo que esperar más de un año, hasta diciembre de 1944, pero el triunfo personal de Bartók (que asistió al estreno en contra de la opinión de sus médicos) fue absoluto, ya que tanto los músicos como el público se mostraron entusiasmados con la nueva obra. Al calor del éxito, Bartók comenzó el Tercer concierto para piano y el Concierto para viola, que quedaron inacabados a su muerte en 1945 sin que asomase en ellos el menor síntoma de declive artístico. Muy significativamente ambos conciertos contienen sendos Adagios religiosos en sus movimientos centrales.
Según el propio Bartók, el espíritu de la obra representa esencialmente “una transición gradual desde la severidad del primer movimiento y el tono lúgubre del tercero hasta la afirmación vitalista del quinto”. Es por ello que estos tres movimientos actúan como centros de gravedad de la composición, mientras que el segundo y el cuarto, más breves y ligeros, intervienen como intermedios, adoptando la partitura en su conjunto una suerte de forma tripartita (con movimiento lento central) que la empareja con la estructura tradicional del concierto barroco. Hay que destacar también que Bartók no titula la obra como sinfonía, sino como concierto, lo que explica por el tratamiento concertante de las distintas secciones orquestales: “el elemento virtuosístico aparece, por ejemplo, en las secciones fugadas en el desarrollo del primer movimiento (instrumentos de metal), en el pasaje a la manera de perpetuum mobile en el tema principal del último movimiento (cuerdas), y especialmente en el segundo movimiento, donde los instrumentos se alternan por parejas en pasajes brillantes”. Los diferentes temas reviven la asimilación de los modelos populares, pero el compositor decidió dotar a las melodías de una fisionomía perfectamente clásica, por lo que las referencias directas al motivo folclórico se vuelven imperceptibles. A cambio, en el Intermezzo interrotto introdujo súbitamente, de manera tan jocosa como directa, una cita del tema de la invasión de la Séptima sinfonía de Shostakovich, que era popularísima en Estados Unidos. Así se permitía el viejo Bartók, tanto tiempo invisible para la sociedad americana, dirigir al mundo una pícara sonrisa.