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La Caravana del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad emprendió el viernes una nueva marcha, esta vez hacia el sur del país, allí donde el narco se mezcla con la violencia del Estado, la paramilitar.
En Acapulco, por ejemplo, 300 colegios permanecen cerrados por la violencia, después de que la extorsión llegara hasta los alumnos y profesores que tienen pagar cuotas para no ser atacados
México vuelve a marchar contra la violencia. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad emprendió el viernes pasado una nueva caravana, esta vez hacia el sur del país, allí donde el narco se mezcla con la violencia del Estado, la paramilitar. Allí donde se confrontan los pueblos indígenas, que abundan en esta región, y los intereses del capital que necesita devorar cada vez más territorio sin tener en cuenta las formas de vida y los recursos naturales de estas comunidades.
A su paso se visibiliza tanto el terror que azota ciudades como Acapulco, una de las trincheras más sangrientas de la guerra entre y contra el narcotráfico emprendida por el gobierno de Felipe Calderón, como los agravios históricos que acumulan los pueblos originarios, víctimas de una exclusión y violencia estructurales, enquistadas, sistemáticas. Sin embargo, ante todas, se van hilando las resistencias, la caravana solo sigue su tela de araña.
La inseguridad en Acapulco llevó a los maestros a una huelga que mantiene cerrada las escuelas desde hace casi tres semanas. Empezaron cerrando 140 colegios y ahora ya van 300. En los últimos años, no solo se han multiplicado los asesinatos y los tiroteos, sino que las extorsiones se han desplazado desde los hoteles, hasta los puestos callejeros de comida, los profesores y las escuelas.
Varios maestros han sido secuestrados y en muchas escuelas piden cuotas a los alumnos a cambio de no atacarlas. Un taxista comentaba como la delincuencia exige 5.000 pesos a cada taxi (unos 300 euros) y su nieta tiene que poner 10 pesos para pagar también las extorsión a la primaria. “Acapulco está aterrorizado, te puede tocar en cualquier lado, y nos dicen que denunciemos, pero yo digo que si lo hago, al rato amanezco muerta porque la policía está muy corrupta. Ya no podemos ni hablar”.
Ni el olor a sal ni las palmeras que inundan este destino vacacional logran esconder el temor que flota en el ambiente. Pero muchas familias aún se atreven a levantar la voz. “Tengo más miedo a quedarme cruzada de brazos”, espeta desgarrada Yuridia Betancourt, cuyo hijo desapareció el 19 de marzo. Tenía 17 años y trabajaba en un puesto de discos piratas. Ese día los delincuentes llegaron por su jefe, pero como no estaba, encañonaron al muchacho, lo golpearon y se lo llevaron. No han vuelto a saber de él. “Con mi hijo desaparecieron mis amigos, mi familia, y sin embargo no me voy a ir de esta ciudad porque tengo la esperanza de encontrarlo”, asegura su madre.
A Gloria Edith Torres fueron los militares quienes le arrebataron a su hijo Ramón, de 26 años, y a su marido, Gerardo. Los tres circulaban por la ciudad en su camioneta cuando se encontraron un tiroteo. Tres soldados disparaban al azar. Torres pensó que era un asalto, aceleró y chocó contra una pared. Los militares empezaron a dispararles directamente. Gloria salió de su coche, “somos civiles”, gritó y se tiró al suelo. Estuvo cuatro horas sobre la acera, entre balas y amenazas. Su hijo fue acribillado. Su marido se ahogó con su propia sangre. “Era una guerra, no sabían lo que hacían, iban drogados”, resume Torres. Salvó la vida de milagro, aunque muchas veces después pensó en quitársela. Cuando se repuso un poco, mandó miles de cartas y oficios a todas las instituciones, hasta al presidente Calderón. No ha obtenido respuesta. Nunca se les ha hecho una investigación a los militares, sin embargo su familia quedó estigmatizada. “Tendría que haberlas hecho con los pedazos de mi piel que se desprendían por las balas, y haberlas escrito con las sangre de mi hijo y mi esposo asesinados para que las autoridades sintiesen en sus propias manos mi dolor y mi desesperanza y para que pudieran oler igual que yo, el olor de la muerte”, alcanza a decir en la plaza de Acapulco, mientras un escalofrío recorre a los que la escuchan.
Son apenas algunas de las 1.659 víctimas de la violencia en Guerrero desde el 2005 a la fecha, en todo el país hay casi 50.000. Pero en el estado más pobre del país se acumulan los nuevos y los viejos dolores. “Aquí en Guerrero siempre es el gobierno”, espeta Rosario Cabañas. Esta mujer menuda y morena es hija del legendario guerrillero Lucio Cabañas, muerto en 1974, en un enfrentamiento con el Ejército. Eran los años de la Guerra Sucia, cuando el estado mexicano desaparecía forzosamente y asesinaba a decenas de disidentes. Treinta y siete años después, Guerrero no solo sigue militarizado –el Ejército nunca se fue de la región con la excusa de combatir la insurgencia- sino que este 3 de julio, asesinaron a su viuda, Isabel Ayala. El homicidio fue unos días después de que se presentase una iniciativa en el Congreso del estado para crear una Comisión de la Verdad que investigue los crímenes de esa época. Ayala era un testigo importante, porque después de la muerte de su marido, fue desaparecida en el sótano de un campo militar varios años, el mismo donde recluyeron, torturaron y asesinaron a muchos otros. Después de su asesinato, su hija Micaela Cabañas, fue amenazada. Ahora pide asilo político.
Ante situaciones como ésta, las comunidades me’phaa y nasawi decidieron autoorganizarse. La ineficacia y la corrupción de la Justicia en Guerrero era estructural y se acentuaba en las comunidades indígenas, las más despreciadas. Violaciones, robos y asaltos se volvieron habituales en las comunidades. Ante tanta impunidad, hace 16 años crearon un sistema propio de seguridad y justicia, basado en sus usos y costumbres y en una policía comunitaria que integraban sus propios vecinos. “Buscamos un camino propio, la organización colectiva”, subraya, la primera mujer policía comunitaria, Felicitas Martínez quien insta a toda la sociedad a organizarse contra cualquier tipo de violencia.
Como el suyo, los ejemplos de dignidad se multiplican tal como avanza la caravana. En el vecino estado de Oaxaca, el Movimiento Unificado de Lucha Triqui Independiente (MULTI), es otro de ellos. En 2007 desconocieron a los partidos políticos y organizaciones que controlan la región y crearon un municipio autónomo en San Juan Copala, que les retornaba a su organización originaria, basada en una distribución del poder en cargos religiosos y civiles consensuados en asamblea, en la soberanía de su territorio, el control de sus recursos naturales, y la defensa de su cultura y lengua.
Sin embargo, los caciques y los gobiernos locales no consintieron ese desafío. En 2009, empezaron a sufrir hostigamientos que pronto se convirtieron en ataques paramilitares a sangre y fuego. “Primero nos querían hacer creer que la autonomía no servía, que no íbamos a ir a ningún lado así porque el gobierno es el poderoso y que contra él, no se podía. La gente grande no les creyó porque tenía la experiencia de vivir bajo el gobierno años atrás, pero los jóvenes sí, les prometieron que les iban a pagar 3.000 pesos mensuales si se salían, y cuando ya juntaron un grupito 15 personas, los armaron, los prepararon para que nos atacara por autónomos”, cuenta Reyna Martínez, en un castellano que deja entrever que su lengua originaria es el mixteco. Martínez empezó a ver como poco a poco su comunidad fue cercada por paramilitares que les bloquearon la entrada y salida a la comunidad, la llegada de los alimentos, de los maestros y del médico, hasta que empezaron a asesinarles. Desde entonces han matado a 28 personas, hasta que consiguieron desplazar a todos los habitantes. Unos huyeron a otras comunidades, otros a Oaxaca ciudad y otros, hasta al Distrito Federal. Detrás de esta persecución hay fuertes intereses económicos, para adueñarse de los recursos madereros, el agua, y establecer minas de uranio.
“Esta guerra de exterminio no es en San Juan Copala, es en todo el país”, resume Macario García el representante del MULTI en el acto del Movimiento por la Paz en Huajuapan de León, Oaxaca. Y es que la violencia del narco que azota el centro y norte del país no dista tanto de la del sur, todas vienen acunaditas por la impunidad. Desde el mismo Huajapan salió en abril de 2010, otra caravana solidaria, para llevar víveres y medicinas a Copala. Querían romper el cerco paramilitar pero los delincuentes se les echaron encima antes de llegar. Mataron a dos activistas, el finlandés Jyri Jaakola y la oaxaqueña Betty Cariño. Pero a 17 meses de su asesinato, ni siquiera las presiones del gobierno nórdico han conseguido que se haga justicia. “Nuestra demanada es muy clara: el fin de la impunidad y cárcel a los asesinos. Sino, no habrá garantías para nadie en este país”, exige el viudo de Betty Cariño, Omar Esparza. Y continúa, “es una violencia del Estado, abierta y sistemática. Hay una persecución constante a los movimientos sociales, a la gente que lucha por sus tierras, por sus recursos naturales”. Sólo en Oaxaca hay cerca de 400 conflictos –la mayoría de índole agraria- donde hay muertos, desaparecidos, y encarcelados.
Así le ha pasado también al profesorado, el sector que detonó el movimiento oaxaqueño en 2006, donde, durante cuatro meses, la ciudadanía puso en jaque al gobierno del estado. Los maestros, 74.000 en la entidad, son el sindicato más aguerrido en la región y por tanto, muy golpeado desde los años 80. En el último año han asesinado a uno de ellos y desaparecido a otros dos.
Carlos René Roman es uno de ellos. Trabajaba en el Sindicato Nacional de la Educación Sección 22 en un proyecto educativo alternativo a la Alianza por la Calidad de la Educación, promovida por el gobierno. Su plan se centraba en adaptar la enseñanza a las culturas particulares de cada región oaxaqueña desde la pedagogía del oprimido. El 14 de marzo de este año, cuando iba de camino a una reunión, desapareció. Su camioneta fue hallada dos días después, pero nunca se la devolvieron a la familia. De él tampoco les han dicho nada. “Sus ideas de pedagogo crítico estorbaban a alguien”, apunta el dirigente magisterial Rafael Bravo. Su pareja, Marisol Ricardo, piensa incluso que podría ser la “misma policía”.
En la capital oaxaqueña, el director de Universidad de la Tierra, Gustavo Esteva, lo sintetizó: “los términos policía, político y criminal son intercambiables aquí”. Pero el patrón se extiende por todo el país: corrupción, impunidad y violencia. Así pues, de norte a sur, la historia se repite, como se repiten las ausencias a causa de la guerra. Violencia, corrupción e impunidad, un mismo pez que se muerde la cola.
Un pescado ya descompuesto donde los pueblos originarios del sur, “con 500 años de violencia constante y perversa” a sus espaldas nos muestran una vía: la unidad y la resistencia. “Aquí estamos, queremos ser piedras vivas para construir la paz basada en la justicia” le dijeron los pueblos Zapotecas a la caravana en una hermosísima ceremonia ancestral en la zona arqueológica, de Monte Albán, santuario de sus antepasados. “Su gran potencia, su fuerza ancestral y ese llamado de sus luchas es un ejemplo para la nación. Podemos construir un nuevo México, refundar esta nación con la paz, justicia y dignidad, que estamos haciendo presente juntos”, concluyó el poeta Javier Sicilia. Con esta suma de duelos, apoyos y abrazos, la caravana sigue hacia al sur, hacia Chiapas, a seguir buscando luces que iluminen este camino oscurecido por tantas pérdidas.