La corrupción no es problema de un día

La corrupción no es problema de un día

Asturias/OCAN.-El 31 de octubre de 2003 la Asamblea General aprobó la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, convención que entró en vigor en diciembre de 2005. Ese mismo día, mediante Resolución 58/4, la Asamblea General decide que, a fin de aumentar la sensibilización respecto de la corrupción, así como del papel que puede desempeñar la Convención para combatirla y prevenirla, se proclame el 9 de diciembre Día Internacional contra la Corrupción. Siendo éste el origen de una fecha conmemorativa que sirva de referencia cronológica de lucha contra la corrupción, es fácil constatar que la lacra de la corrupción alcanza a todos los días del año.

 

Si la corrupción fuera un sector empresarial, sería el tercero mayor del mundo, con un valor de 3 billones de dólares y el 5 por ciento del PIB global. En España, las tramas de la Gürtel, Bankia, EREs de Andalucia, Pokemon, Noos o Bárcenas representan el ejemplo de unas instituciones en las que cada vez creen menos los ciudadanos. En el caso de Asturias, no permanecemos incólumes a esta epidemia y los  tribunales investigan ahora a decenas de implicados en el caso de El Musel, la trama de Aquagest, la operación de los Palacios o el caso Marea. Así la cosas, no podemos caer en la falacia del conformismo, y asumir que siempre habrá corrupción. Del mismo modo que siempre habrá robos o asesinatos, ello no legitima a que estos comportamientos deban ser menos perseguidos.

 

Sin embargo, la ciudadanía desconfía de políticos, banqueros, jueces, administraciones... Un 66% de los ciudadanos españoles cree que las decisiones de las Administraciones Públicas dependen de las relaciones de poder o de los contactos de que se disponen, lo que nos sitúa a la cola de los países de la OCDE (el puesto 24 de 28). Esta desconfianza resulta nefasta para luchar contra la corrupción, de tal manera que la corrupción se apuntala a sí misma y evita su erradicación. En este sentido, la clase política es la principal responsable de este desaguisado, en cuanto garante de la legitimidad democrática en un estado de derecho, en cuanto agente legislativo con las herramientas adecuadas para acabar con la corrupción, y en cuanto habitual objeto de investigación policial y judicial cuando de comportamientos corruptos se trata.

 

Frente las frases gradilocuentes y los eslóganes de campaña, los políticos se han visto incapaces para abanderar, o han preferido ignorar conscientemente, la lucha contra la corrupción. No bastan las medidas cosméticas en forma de protocólos, memorándums y declaraciones programáticas o institucionales. Hacen falta medidas legislativas enérgicas para reforzar el control y fiscalización en la administración pública, la creación de oficinas o unidades administrativas anticorrupción, garantizar la independencia de los empleados públicos encargados de vigilar la actuación administrativa en todas sus fases (especialmente aquellas que implican ejecución de gasto  público), lograr una mayor independencia de los órganos de fiscalización externa como el Tribunal de Cuentas o sus homólogos autonómicos... En otra vertiente, es indispensable la reforma del poder judicial a nivel institucional y profesional a fin de preservar su necesaria independencia respecto del poder ejecutivo y legislativo, reformar las leyes procesales para conseguir una justicia ágil, firme y eficaz, y dotar a los distintos órganos jurisdiccionales de medios humanos y materiales en el cumplimiento de sus fines. Desgraciadamente, crece entre la población la sensación de una cierta impunidad en el proceso judicial español contra los corruptos. La justicia llega tarde y mal, por lo que pierde su faceta ejemplificadora y disuasoria de actos corruptos.

 

Los anteriores apuntes no pretenden agotar ni mucho menos el listado de necesidades que la lucha contra la corrupción exige. Son muchas las cuestiones que se podrían tratar, y entre ellas debemos detenernos en la falta de transparencia en la gestión de los asuntos públicos. Del mismo modo que resulta más difícil robar a la luz del día y a la vista de todos, resulta casi imposible malversar fondos públicos con adecuados mecanismos de transparencia. La opacidad beneficia al corrupto, y la clase política debería trabajar para crear una conciencia ciudadana de carácter cívico y ético. En conocida sentencia de Aristóteles en su “Ética a Nicómaco” afirma que “es deber de los gobernantes formar a los ciudadanos en la virtud y habituarles a ella”. No ha sido hasta el momento ésta una labor en la que nuestros políticos hayan destacado, ni por su comportamiento ni por las medidas adoptadas para enmendarlo.

 

Esta llamada a la ética pública encuentra también su razón de ser en el imperativo de perseguir no sólo al corrupto, sino también al corruptor. Los poderes económicos, los intereses particulares, los lobbys empresariales, sociales o gremiales, actúan sobre las instituciones públicas condicionando la legislación y buscando subterfugios que permitan eludir las obligaciones públicas y el cumplimiento de la ley. Tan importante es el corrupto como el corruptor a la hora de trazar un plano de los mecanismos de la corrupción. Tan importante es el que presiona para que no se aprueben mecanismo eficaces contra la evasión fiscal, como el que ofrece una comisión en la contratación pública.

 

Finalmente, tampoco podemos olvidar el importante papel que puede jugar la sociedad civil en la lucha contra la corrupción. El Observatoriu Ciudadanu contra la Corrupción d'Asturies (OCAN) ha pretendido ser, desde su nacimiento, una bisturí que hundiera su filo en la grasa de la corrupción para extirparla del cuerpo social. Nos hemos personado en el caso de El Musel, que supuso 750 millones de euros para las arcas públicas, la operación de los Palacios, un fraude inmobiliario de enorme magnitud, o el caso Aquagest, rama asturiana del caso Pokemon, en el que se estafa a la ciudadanía en algo tan sensible e imprescindible como el servicio público del agua.

 

La corrupción genera injusticia y desigualdad. La corrupción equivale a menos empleo, menos desarrollo económico, menos fortaleza democrática, menos eficacia en la gestión pública o menos legitimidad de los gobernantes para exigir sacrificios a los ciudadanos y ciudadanas de este país. La corrupción no es un brote infeccioso contra el que debamos luchar un día al año, sino una enfermedad crónica contra la que debemos siempre vacunarnos para evitar su fortalecimiento, que es nuestra debilidad como sociedad democrática.

 

 

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