En 2010, la guerra de Afganistán se convirtió oficialmente en la guerra más larga de la historia de Estados Unidos. En noviembre de ese mismo año, superaron el tiempo que la Unión Soviética había pasado en Afganistán. En la cumbre de la OTAN en Lisboa el pasado noviembre, la guerra fue oficialmente prolongada por lo menos hasta 2014. En ese momento, quedó claro que para la OTAN, la guerra en Afganistán no se trata tanto de ganar como de mantener una presencia militar para el acceso a los recursos naturales, parecido a lo que ocurre en Irak. Puede que Al Qaeda haya sido vencida, puede que Osama Bin Laden esté muerto y el quid del problema afgano puede encontrarse en Pakistán, el país que ha pagado el precio más alto por la guerra global contra el terrorismo. Pero a pesar de todo eso, la coalición internacional no parece estar dispuesta a retirar a sus tropas.
Durante los tres años posteriores a la huida de los talibanes de Kabul hubo una tregua en el nivel general de violencia, pero la coalición encabezada por los EE.UU. y la comunidad internacional no supieron aprovecharlo. En vez de reconstruir la tierra desvalijada, Occidente decidió dejar el proceso en manos de un consorcio despiadado formado por antiguos señores de la guerra, compañías de seguridad privadas, y el presidente Hamid Karzai. En los últimos cinco años, el círculo íntimo de Karzai ha batido todos los records regionales de corrupción además de arreglárselas para amañar tanto las elecciones presidenciales como las parlamentarias. Las consecuencias fueron exactamente las que cabía esperar: más guerra, más tensiones étnicas, el florecimiento del tráfico de opio, el debilitamiento geoestratégico de la OTAN, el desmoronamiento absoluto del sistema médico y educativo de Afganistán, un aumento de la corrupción sin precedentes y la formación de miniestados controlados por señores de la guerra locales, gobernadores de facto del estado caído.
En los dos últimos años, de las 140.000 tropas desplegadas allí, alrededor de 100.000 han sido estadounidenses. Según Bob Woodward, el presidente Barack Obama se vio de repente en los zapatos de Richard Nixon. Ambos fueron elegidos con un programa electoral que pretendía acabar la guerra y ambos han fracasado a la hora de parar los pies al complejo militar-industrial, cuyo objetivo principal es un estado de guerra perpetuo. Desde que Obama entró en la Casa Blanca, el número de tropas de EEUU en Afganistán se ha triplicado. La guerra de Afganistán se ha convertido en una guerra estadounidense.
Lo mismo se puede decir de los talibanes que sólo pueden existir en un estado de conflicto perpetuo, pero estos combatientes son muy distintos de aquellos que volaban por los aires estatuas de Buddha y lapidaban a las mujeres. Los talibanes de hoy no están tan unidos. El movimiento comprende por lo menos una docena de grupos rebeldes. La mayoría de los hombres tienen poca formación ideológica o religiosa. Son simplemente chicos y hombres luchando contra los invasores extranjeros. Algunos lo hacen por dinero, otros por orgullo y hay muchos que lo hacen porque sienten que no tienen ninguna otra opción.
Las negociaciones entre los talibanes y la comunidad internacional son intensas. Pero la corte congregada alrededor del presidente Karzai, que en los dos últimos meses ha perdido aliados clave en atentados talibanes, se hace más débil cada día.
La misión ISAF era el intento de la OTAN de encontrar una nueva razón de ser tras la desaparición de la Unión Soviética. Según todos los criterios racionales, este intento ha sido un fracaso absoluto. La alianza se encuentra en una posición desfavorable. Diez años después del comienzo de los bombardeos encabezados por EE.UU., Afganistán está asolado por una guerra sin cuartel que parece no tener fin: los aviones de la OTAN siguen asesinando a un gran número de civiles; hay poca economía o infraestructuras dignas de ese nombre; el tráfico de opio está en auge; las clases están vacías; ayuda humanitaria por valor de billones y billones está desapareciendo para no volver a ser vista nunca más. Este agosto fue el mes más sangriento en los últimos diez años, sobre todo para las fuerzas internacionales.
La guerra alcanza su punto más cruel en las zonas tribales paquistaníes de Waziristan del Norte y del Sur. En otoño de 2001, el ejército paquistaní lanzó una campaña militar en estas zonas fronterizas con Afganistán. De hecho, esta fue la guerra civil paquistaní contra su propia población (en su mayoría pastún). En los medios convencionales apenas se ha hablado de la guerra que libra Paquistán en nombre de Washington. El número de soldados paquistaníes muertos en este conflicto es más alto que todos los soldados extranjeros muertos en Afganistán juntos. Lo mismo pasa con la población civil. Como resultado de varias ofensivas gubernamentales, el oeste de Paquistán vio a varios millones de habitantes locales expulsados de sus hogares.
En 2010 el Pentágono y la Casa Blanca decidieron extender el conflicto más allá de la línea Durand hasta Paquistán –el epicentro de todos los terremotos afganos-. Este escenario de guerra ampliado fue conocido como “AfPak”. Mientras los ataques llevados a cabo por aviones teledirigidos se intensificaban, también hubo un aumento de los ataques de las fuerzas terrestres de EEUU. Las autoridades de Islamabad llevan mucho jugando según los caprichos de Washington. Durante su primera visita oficial a EEUU hace dos años, el presidente Asif Ali Zardari incluso apoyó el uso de ataques aéreos teledirigidos contra su propio pueblo, lo que lógicamente dio aún más apoyo popular a los talibanes, que estaban renaciendo. Estamos hablando de la desestabilización de un país de 170 millones de habitantes y con capacidad nuclear. Un país que a lo largo de su historia ha basado su sistema militar en la posibilidad de una guerra total con la India. El ejército y los servicios de inteligencia y seguridad han sido dirigidos por personas que pensaban de forma “hindú”, no “afgana”. Uno de ellos fue el general Asfak Kajani, Jefe del Estado Mayor del ejército paquistaní, que declaró repetidamente que su doctrina militar era “indocéntrica”. Esta fue también la clave del apoyo aparentemente ilimitado que la Inteligencia paquistaní y los servicios de seguridad proporcionaron a los talibanes y a las milicias islámicas radicales.
La prueba más evidente de la ayuda militar paquistaní a los terroristas fue el ataque de los Navy Seals el 1 de mayo en Abbotabad, a unos cien kilómetros de Islamabad. Cuando terminó, se reveló que Osama Bin Laden, fundador y alma de Al Qaeda, había estado escondiéndose en una prestigiosa mansión ridículamente cerca de una academia militar paquistaní.
Hace veintidós años, mientras el muro de Berlín se derrumbaba, convoyes de tanques y camiones soviéticos conducían desde Hindukush hacía las fronteras de un imperio soviético que se desmoronaba. Los soldados soviéticos supervivientes aplaudían abiertamente poder escapar del matadero afgano. La Unión Soviética estaba pasando por el momento más doloroso de su historia –el coloso comunista había perdido simultáneamente la Guerra Fría y la Guerra de Afganistán-. En Washington y en la sede de la OTAN corrían ríos de champagne: el único enemigo relevante y causa de la existencia de la OTAN había sido por fin derrotado.
Igual que la OTAN está siendo derrotada ahora mismo.
El ataque de EEUU a Irak en la primavera de 2003 fue un punto de inflexión en la Historia contemporánea. Basándose en una mentira flagrante, los Estados Unidos causaron una brutal guerra civil y la disolución absoluta de un país que se enorgullecía de ser el país más estable de Oriente Medio.
La guerra de Iraq se cobró por lo menos 400.000 vidas. Unos cuatro millones de personas perdieron sus casas. La guerra civil, causada por innumerables errores de EE.UU. tras la caída de Saddam Hussein, cambió completamente el mapa demográfico de Irak. También desestabilizó a toda la región y desencadenó la llamada guerra fría de Oriente Medio, potencialmente uno de los conflictos más peligrosos de nuestro tiempo. Lo que una vez fue el estado más secular de la región es ahora un parque temático del fundamentalismo islámico.
Junto a un desconcertante número de soldados, los EEUU perdieron gran parte de su reputación e influencia geoestratégica. Tras su ignominiosa retirada, los EE.UU. dejaron atrás una tierra devastada sin unas mínimas expectativas en las que apoyarse. La Casa Blanca se dispuso a equiparar la retirada con “el fin de la guerra”, que era nada menos que la versión de Obama del pavoneo de Bush al ritmo de ‘Misión Cumplida’. Pero la guerra de Irak está lejos de terminar.
Poco después de la retirada de lass tropas de EE.UU. (aún hay unos 42.000 instructores militares en Irak, algo totalmente ignorado por los medios convencionales), células durmientes de varios grupos rebeldes chiíes y suníes empezaron a moverse. El botín del petróleo sigue estando en juego. Las tensiones sectarias se han intensificado. Gran parte de las infraestructuras básicas han sido arrasadas.
Los codiciosos vecinos del país están preparándose para reemplazar a los ocupantes estadounidenses. Se han invertido billones de dólares en preparar a las fuerzas de seguridad iraquíes, sin embargo siguen siendo incapaces de vigilar la zona de forma eficaz.
En 2011 el número de atentados comenzó a aumentar rápidamente. A pesar de la importante presencia de fuerzas gubernamentales, los escuadrones de la muerte chiíes y suníes vuelven a merodear por las calles de las ciudades iraquíes por las noches.
Un factor importante fueron las elecciones parlamentarias en las que el antiguo primer ministro iraquí Iyad Alawi (del partido Iraqia) ganó al actual primer ministro Nouuri al Maliki (Estado de la Ley). Las autoridades chiíes en Bagdad, que disfrutan de apoyo sin límites de Teherán, se negaron a reconocer tal resultado. Maliki hizo todo lo que pudo por mantenerse al mando, y sus esfuerzos tuvieron éxito. Casi ocho meses después de las elecciones fue investido presidente del gobierno iraquí, a pesar del claro mensaje de las urnas. Este fue el acto final del fortalecimiento de la dominancia chií en el país y la marginalización simultánea de los suníes. Todo estaba a punto para la segunda ronda de la salvaje guerra civil.
Uno de los errores más dañinos cometidos por los estrategas occidentales fue su convicción de que la exportación de la democracia al estilo occidental a Irak y Afganistán desencadenaría una serie de cambios sociales positivos que con el tiempo resultarían en la formación de estados libres. Pero, en realidad, no ocurrió nada remotamente similar. La exportación de la democracia resultó ser una violación de los acuerdos socio-políticos tradicionales.
El ‘despertar árabe’ de este año ha demostrado que el cambio democrático sólo se puede alcanzar desde dentro, no con bombas con el logo de la Operación Libertad Iraquí.
¡Importar, no exportar!
La “guerra contra el terrorismo” ha arrasado Irak y Afganistán, pero también ha cambiado el mapa geoestratégico. Las políticas de la Administración de EEUU se las arreglaron para radicalizar a una gran parte de la población árabe, de Mauritania a Indonesia. El enorme coste de las guerras en Irak y Afganistán ha acabado siendo un factor crucial en el estallido de la crisis financiera global. Sus injustas guerras han costado a Occidente gran parte de su capacidad de acceso a los países del Tercer mundo, muchos de los cuales vieron su oportunidad en acudir a su nuevo amo absoluto, China. Entre otras cosas, la guerra contra el terrorismo ha desencadenado la guerra fría de Oriente Medio; por otro lado, uno de sus objetivos básicos –la democratización de Oriente Medio- ha sido un fracaso estrepitoso. En todo caso, Estados Unidos y Europa sólo han fortalecido sus lazos con los numerosos dictadores de Oriente Medio y el Norte de África.
En marzo de 2003, Bagdad se convirtió en el blanco de una oleada de cohetes adornados con el logo de la Operación Libertad Iraquí. La Casa Blanca seguía soltando disparates sobre el ‘eje del mal’ y exportar democracia. Pero en vez de libertad, Irak experimentó una ocupación y después una brutal guerra civil. Lo mismo puede decirse de la pericia de la democratización occidental de Afganistán. Los partidarios de la guerra contra el terrorismo blandían su determinación de liberar a las masas oprimidas, pero el resultado neto fue minar la poca libertad que había. El océano de jóvenes que invadió las calles de Túnez, El Cairo, Manama, Sanà, Damasco y Bengasi para enfrentarse a sus tiranos con sus propias manos demostró que el auténtico cambio sociopolítico sólo puede producirse desde dentro. Y es vital comprender que los déspotas que con razón atraían más rabia de sus masas oprimidas eran sobre todo aquellos cuya relación con Occidente había sido claramente idílica.
Los manifestantes que inundaron las calles de las ciudades de Oriente Medio y el Norte de África son los auténticos predicadores de libertad, democracia y paz. Son los que derrotan la visión radical del Islam del fallecido Osama Bin Laden, son los que han provocado un auténtico giro de 180º en la Historia.
Este es el peor desastre que los exportadores de democracia podrían haber imaginado. Tras los alentadores sucesos de los últimos meses, no deberían estar pensando en exportar democracia, sino en importarla