Muti sienta cátedra en Oviedo

Muti sienta cátedra en Oviedo

Representada por su vicepresidente Óliver Díaz, la Asociación Española de Directores de Orquesta tributó un homenaje al reconocido maestro italiano

 

Oviedo.- Quienes ya sabíamos que Riccardo Muti es la mejor batuta verdiana de nuestros días -y «uno de los mejores directores de todos los tiempos», como destacó el asturiano Óliver Díaz en la breve pero acertada presentación que dio paso a la disertación del maestro italiano- descubrimos el entusiasmo de un comunicador excepcional, cercano en el talante con el auditorio e iluminado por el mágico don de la palabra hablada.

 

Se nota de lejos que Muti le tiene tanta ley a Giuseppe Verdi y al culminante «Falstaff» de su producción operística como la exquisita orquestación que el genio parmesano imprimió a ese insuperable fruto tardío con la ambición testamental de dibujar en las costuras melódicas sus últimas voluntades.

 

Con elocuente oratoria, verbo armonioso, arrollador carisma y notable sentido del humor, Muti bromeó con el sorprendente fiasco que supuso para el compositor de Busseto haber sido rechazado en su juventud  para estudiar en el Conservatorio de Milán y recordó que fue Vincenzo Lavigna, alumno de Giovanni Paisiello, quien le instruyó en armonía y contrapunto, manteniéndose fiel a los cánones de la escuela napolitana, si bien su vena musical «de espíritu romántico y formación clásica» se inspiraría también en la tradición austro-germánica.

 

Cuando Verdi escribe «Falstaff» -prosiguió en su amena intervención- «ya ha estudiado a Mozart, Haydn y Beethoven » y la «construcción dramática» de la partitura, «absolutamente vertical con la nota y la palabra», ambas en estrecha relación y completa simbiosis, reflejan una «modernidad» que nos aproxima a Debussy y Stravinsky. «El director -añadió­­­- debe controlar con rigor esa verticalidad, porque Verdi no sólo escribe ritmo, sino que pone expresión en cada nota» en un perfecto equilibrio entre el sarcasmo y el sentimentalismo, con texto rápido y difícil, e ironizó sobre el «show» de los colegas que se encaraman frente al atril con aspavientos gesticulantes, como si la música entrara por los ojos antes que por el oído.

 

Tras exponer que entre «el drama y el ridículo» se interpone un muro extremadamente sutil, defendió la cultura mediterránea, las raíces griegas y romanas, el máximo respeto por lo que aun pudiendo considerarse vulgar en ciertos casos, «no significa en modo alguno estúpido». Así, reivindicó «La donna è mobile» como una muestra de auténtica canción popular y cuestionó a la crítica parisina y londinense que vaticinó el fracaso de «Rigoletto» la noche del estreno, convirtiéndose, por el contrario, en uno de las títulos más representados en los teatros de todo el mundo. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos profetas?, vino a zanjar con rotundidad.

 

Todavía tuvo tiempo de resumir algunos pormenores de la vida y la obra del autor: la prematura muerte de su primera esposa, Margherita Barezzi, y la de su dos hijos; el señalamiento social por su segundo matrimonio con la cantante Giuseppina Strepponi; su prolongado silencio entre la «Aida» de 1871 y el «Otelo» de 1887, si exceptuamos el «Réquiem» para el poeta Manzoni y su acorde final en do mayor en aras de la convicción plena en una existencia superior al propio ser humano; o el amor mimetizado en cada una de sus óperas, también presente en la declinante virilidad de John Falstaff o en la ternura juvenil de Nannetta como corolario del periplo vital de Verdi y antesala de la «risotada amarga» -concluyó- que encierra el célebre postulado «Tutto nel mondo è burla».

 

Todo, probablemente, menos la seriedad, la firmeza, la elegancia y la intensidad enorme que Muti mostraría horas más tarde sobre el foso de un teatro Campoamor rendido hasta la apoteosis por la lectura magistral de su obra predilecta, ya para siempre asentada en los anales de la historia del primer coliseo ovetense.

 

 


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