Estos días ha sido noticia la muerte ilegal y truculenta del león salvaje más famoso de Zimbabwe, que trascendió en nuestros medios no por la gravedad de los hechos, sino por que se sospechaba que el cliente que habría pagado por poner en marcha esa pesadilla fuese un cazador español.
El león en cuestión, apodado “Cecil”, era la estrella indiscutible en Hwange, buque insignia de los parques nacionales de Zimbabwe. Hermoso e imponente, lucía su melena negra sin pudor ante miles de turistas de todo el mundo, y aportó incalculables datos a la ciencia durante más de una década, llevando con paciencia un collar radiotransmisor que le colocaron científicos de la universidad de Oxford, mientras atendía la dura tarea de proteger a su manada, que a finales de junio de 2015 incluía al menos una docena de rollizos cachorros.
Pero el 1 de julio los guardas del parque rastrearon la señal del radio collar de Cecil, sopechosamente inmóvil durante demasiado tiempo, y se encontraron un espectáculo dantesco: el cuerpo del que fué un magnífico león, despellejado y degollado. Las pesquisas condujeron a un cazador local, quien confesó que un cliente extranjero, tal vez español, pagó 50.000 dólares para matar al león con arco y flecha. Puesto que está prohibido matar leones en el parque nacional, Cecil fue atraído hasta una finca colindante mediante una carroña, y cuando estuvo a tiro se le disparó una flecha que no lo mató al instante, sino que condujo a una indescriptible agonía de casi dos días, hasta que finalmente cayó y fué decapitado por sus captores.
Al cabo de unos días se pudo identificar al cliente extranjero, y resultó que no era un cazador español, sino un estadounidense, dentista para más señas, llamado Walter J. Palmer. Llegados a este punto podríamos pensar que aquí acaba la relevancia de esta noticia para nuestro país, y respirar aliviados de que esta vergüenza no tenga que recaer sobre un español. Pero el negocio de la caza de grandes carnívoros toca de lleno a nuestro país, y los paralelismos son muchos y siniestros.
Que se mate a un gran depredador, habitante de un parque nacional y dotado por los científicos de un collar radiotransmisor resulta indignante, pero no es la primera vez que ocurre. Hace 3 años, en agosto de 2012, fue exactamente eso lo que ocurrió en el parque nacional español de Picos de Europa, con el agravante de que fuese el personal del propio parque el que perpetrase el hecho. No se trataba obviamente de un león, sino de un lobo, y fue precisamente ese hecho escandaloso el que llevó a la creación de la asociación “Lobo Marley”, que toma su nombre del apodo que daban los científicos al lobo en cuestión. Pero no acaban aquí los paralelismos. El uso de una carroña para cebar al león Cecil y atraerlo a una concesión privada colindante es un truco cobarde que ha indignado a medio mundo, pero en España es una práctica habitual cebar con carroñas a los lobos (que acuden desde kilómetros a la redonda llevados por su fino olfato), para ponerlos a tiro de un cliente apostado en una caseta cercana. Estas prácticas que alteran los movimientos naturales de los animales para matarlos están expresamente prohibidas por las leyes de caza correspondientes. Pero mientras que en Zimbabwe han saltado las alarmas y los responsables tendrán que preparar su defensa, en nuestro país es la propia administración la que corre un velo cómplice sobre estas prácticas.
Hechos criminales como éstos ofenden con razón a cualquier persona sensible, pero no pasarían de ser una anécdota si no se tratase de prácticas sistemáticas que tienen profundas consecuencias ecológicas. La matanza de grandes carnívoros, en forma de “controles” desde la administración o de caza deportiva, se defiende desde determinados sectores como una medida de gestión y como una práctica sostenible. En el caso de Zimbabwe, el estudio de los leones de Hwange ha demostrado la falacia de la sostenibilidad de la caza deportiva de estos grandes carnívoros, al mostrar que las concesiones de caza colindantes al parque funcionan como auténticos sumideros, en los cuales muere de forma artificial un porcentaje insostenible de machos adultos, que son el blanco favorito de los cazadores y cuya muerte tiene los efectos más demoledores sobre la estructura social de la especie. En el caso de “Cecil”, su muerte implicará con casi total seguridad que su manada será atacada por leones jóvenes que se dispersan de territorios colindantes, que matarán a todos los cachorros. Estos desequilibrios en la sociedad leonina además hacen que aumente la probabilidad de conflictos con los humanos y su ganado.
En España se ha demostrado científicamente que la muerte de lobos adultos desestructura las manadas y aumenta las probabilidades de conflicto con el ganado, y sin embargo no sólo se continúa con esos “controles”, sino que en las zonas donde interviene el sector cinegético el macho alfa es la pieza más codiciada: precisamente aquella cuya muerte causa la mayor desestructuración en la manada.
Y esto nos lleva a otra conexión española en el caso de Zimbabwe, que puede parecer anecdótica pero no lo es tanto. El Sr. Palmer ha cazado también en España, por intermedio de una empresa radicada en Madrid. La participación del Sr. Palmer se muestra con orgullo en la página web de esa empresa, en la que también se enorgullecen de haber cobrado trofeos de lobo con medalla de oro, es decir, machos alfa. Obtener tales trofeos es todavía legal en España, lo cual sólo nos indica una cosa, y es que nuestra legislación está varios pasos por detrás de los conocimientos de la comunidad científica sobre la ecología de los grandes depredadores. Al parecer, el Sr. Palmer ya tuvo problemas con la justicia en el pasado por su desmedido afán de matar carnívoros: en 2008 habría querido ocultar el lugar exacto de la matanza de un oso durante una cacería en Wisconsin, y ello le valió un año de libertad condicional. Teniendo en cuenta esos antecedentes, sería perfectamente imaginable que el dentista de Minnesota terminase cobrando un macho alfa de lobo ibérico en un futuro no muy lejano.
En última instancia, hechos como éste van más allá de los aspectos científicos o conservacionistas, y llegan a la esfera social. “Gestionar” a los grandes depredadores como piezas de caza mayor es un contrasentido ecológico, pero obedece al afán de unos pocos por mantener una afición “de alto standing”, y al afán de otros por hacer negocio con dicha afición. Planteado en estos términos y sin adornos, se trata de un hobby elitista que compromete la viabilidad del patrimonio natural de todos, y por lo tanto socialmente rechazable. Por esa razón el Sr. Palmer dice en su página web que cuando no está atendiendo su clínica odontológica se encontrará dedicado a “observar y fotografiar la vida salvaje”; obviamente prefiere ocultar que lo que realmente hace es atravesar las carnes de sus presas con una flecha y condenarlas a largas y dolorosas agonías. Y también por esa razón desde el sector cinegético español la caza del lobo se vende como una actividad de “gestión” que ayuda a los ganaderos frente a la amenaza de la depredación, cuando en realidad produce el efecto contrario.
Por otro lado se esgrime el argumento monetario, según el cual la caza aporta a las economías locales más dinero del que podría aportar la alternativa obvia, es decir, el ecoturismo. Sobre este tema se podrían aportar muchos datos, pero tal vez el más ilustrativo nos lo aporta, precisamente, la muerte de “Cecil”. Sin duda, la suma pagada por el Sr. Palmer es impresionante, pero los ocupantes de uno sólo de los “lodges” turísticos del parque de Hwange aportan en sólo 5 noches el equivalente a esa suma. La ejecución del gran felino, en cambio, asegura que ya no atraerá más ingresos.
Es lógico que quien se beneficia de una actividad cuestionable prefiera no llamar a las cosas por su nombre. Nos hablan de gestión y negocio sostenible, pero la ciencia no deja dudas sobre el papel de los grandes depredadores: ocupan la cúspide de la pirámide ecológica, y tienen un papel crucial en el mantenimiento de la salud de los ecosistemas, y gestionarlos como piezas de caza mayor es un contrasentido. La sociedad está pagando un coste muy alto por el empeño de algunos de mirar a otro lado cuando la ciencia señala un problema ecológico, y si no, pensemos en las consecuencias del cambio climático, que apenas están empezado a golpearnos. Aquellos que se benefician a corto plazo de la destrucción del entorno nos venden siempre los mismos argumentos, pero llegado un punto es nuestra opción y nuestro deber como ciudadanos el abrir los ojos a la evidencia.
Mauricio Antón
Vicepresidente de Lobo Marley