Tristeza es la que me invade cuando paseo por mi pueblo y veo que, aun sin llegar a terremoto, las paneras, los horreos y las casas que albergaron tantas y tantas familias y que fueron construidas con tantos esfuerzos, se van desplomando y con ellas todos los vestigios de una cultura ancestral.
Día a día, se contempla el derrumbe con tristeza e impotencia: Cada vez que se pierde una de esas casas abandonadas, porque en la mayor parte de los casos, han fallecido sus propietarios, no cabe por menos que hacer memoria de su historia. Hoy que se habla de embargos por no pagar las hipotecas, muchas de estas casas, que en su momento fueron potentes, también estuvieron embargadas por prestamistas, debido a problemas o simplemente porque hubo deudas de juego y alcohol, pero los hijos, por respeto a sus progenitores, desde la emigración , generalmente, en Cuba o La Argentina, trabajando duramente aportaron el capital para el rescate, porque era importante mantener las raíces familiares, al frente de cuya casa solariega, quedaba uno de los hermanos favorecidos por “el mayorazgo”.
Todo ha ido pasando y los sistemas de vida se fueron sucediendo a marchas forzadas; salimos de la miseria gracias al estado de bienestar en donde los gobiernos nos protegían aportándonos la enseñanza gratuita, la sanidad y el plan de jubilación, antes llamado subsidio de vejez, pero todo tiene un principio y un fin, el fin, de esta sociedad consumista, no sabemos cual será, pero en general esta comodidad de la que gozamos, nos esta llevando a una situación de abandono e indolencia en cuyo camino se han perdido los valores, ha aumentado la corrupción, en todos los ámbitos sociales y nos hemos ido acercando a los estamentos estatales con la misma rapidez que fuimos abandonando nuestras raíces. Los pueblos han perdido vecindad, por emigración y falta de natalidad y esta última, ha sido por la comodidad de no vernos atados a obligaciones que nos restan libertad.
¡Ah, la libertad ! Palabra mágica que nos ha engatusado con las mañas y encantos de una mujer “ fatal “. Era, tras una larga época de dictadura, la situación ansiada por lo que de magia tiene el encanto de la palabra, pero la libertad, no tendría porque ser el abandono de la solidaridad o de la familia, en sus mas básicas estructuras, al fin y al cabo la libertad, - de la que gozaban otras democracias vecinas – no era la perdida de respeto o de autoridad. Así hemos ido creciendo con aires de grandeza feudal, aunque nuestros orígenes hubiesen sido la mas pura miseria de ayer.
Todos somos responsables por ello; contemplamos, con la indolencia de quien mete la cabeza bajo el ala, como se nos van derrumbando nuestras casas y con ellas nuestras vidas y nuestra historia.
Uno sentía, de niño, el orgullo de pueblo, cuando en las casas solamente teníamos un plato de potaje calentado en la “tsariega”, unas alpargatas con tachuelas, y una vieja enciclopedia de Dalmau Carles, heredada de un hermano o un primo, con la que asistíamos a la escuela, para dar la lección si la sabíamos o para recibir el castigo correspondiente si no la sabíamos, todo ello con la complacencias de nuestros padres: padres y abuelos a quienes venerábamos y respetábamos a pesar de las bofetadas que podíamos recibir, porque, en el fondo, también en el castigo residía el amor. Esto era el pueblo que trabajaba, reía y cantaba solidariamente y del cual nos sentíamos muy orgullosos, pero ahora se va hundiendo al ritmo que las vidas se apagan.
Este concepto de pueblo se ha ido perdiendo en medio de un delirio de grandeza que nos llevaba a compararnos con las grandes urbes; siempre he sentido una sana envidia de los pueblos de mas allá de los Pirineos, en cuanto a la conservación de sus pueblos; ahora, yo, solamente puedo sentir impotencia y tristeza por ver como se nos va perdiendo aquello que nos distinguia; nuestras señas de identidad.