Homenaje de AMCA a la porruana Concha Pontigo Inguanzo, 'Abuela Campesina'

Homenaje de AMCA a la porruana Concha Pontigo Inguanzo, Abuela Campesina

Llanes.-La Asociación de Mujeres Campesinas (AMCA), presidida por Flor Tuñón Álvarez, entrega este año su distinción de “Abuela Campesina”, a Concha Pontigo Inguanzo, de Porrúa (Llanes). El acto se celebrará el domingo, 26 de octubre, en el “Restaurante Kaype” (Barro, Llanes), a partir de las 13 horas y contará con la presencia, entre otros, de Pedro Sanjurjo, presidente de la Junta General del Principado de Asturias y Carmen Sanjurjo, directora del Instituto Asturiano de la Mujer.

Concha Pontigo Inguanzo.

Concha tiene 84 años, vive desde hace 63 en la localidad llanisca de Porrúa y es la
Abuela Campesina de este año, distinción con la que la A.M.C.A (Asociación de
Mujeres Campesinas de Asturias) homenajea cada año a una abuela asturiana,
reconociendo no solo una vida dedicada al trabajo en el campo, si no su capacidad
para portar la cultura asturiana a través de las generaciones.

Concha nació un frío 22 de Enero de 1930 en Balmori, en el concejo de Llanes, y se
convirtió en la tercera de ocho hermanos. Como tantos otros niños y niñas de la
época, Concha nunca fue a la escuela, pero bien pronto aprendió materias que no se
imparten, ni entonces ni ahora,en las aulas, tales como el tesón, el trabajo, el
esfuerzo, la voluntad y el sacrificio. Siendo la tercera mayor, Concha se hizo cargo de
sus hermanos pequeños primero, y de las labores domésticas después, iniciándose con
solo 6 años en el cuidado de las vacas, de los praos y acompañando a su madre a
vender al mercáu.

Su adolescencia se vio truncada, como ocurre con tantas historias, por la irrupción de
la Guerra Civil, separándola de su padre, que fue llamado al frente, y de su hogar, del
que fueron despojados sin tiempo para coger más que un hatillo y echarse con él a la
calle sin saber qué sería de ellos. Con un abuelo y un hermano impedidos, un carro,
una vaca, y los pocos enseres que conservaban guardados en una cesta, fueron a parar
a Bricia, donde una familia de conocidos les abrió las puertas de su casa y les acogió
el tiempo que tardaron en localizar a unos parientes que les refugiaron. Concha, a
pesar ser una niña, nunca preguntó, nunca se quejó, y nunca dio un paso atrás; lo que
para cualquiera de nosotros a día de hoy supondría a buen seguro un trauma, a
Concha le sirvió para interiorizar valores como la superación, la entereza y el
esfuerzo.

Cuando terminó la guerra, y, con permiso de la contienda, pudieron volver a su casa
en Balmori, y Concha volvió a ser la niña que había sido antes de tener que exiliarse
durante las noches a una cueva con su familia por miedo a ser descubiertos por los
militares. De vuelta a la rutina, le gustaba ir con su hermana a la fuente al pie de la
carretera del pueblo los días de mercáu, ya que por ella desfilaban todas las mozas de
los pueblos de alrededor que acudían a vender sus productos a Posada. Allí, Concha
descubriría que el quesu sudaba encima de las camisas ajadas de las mozas que
venían de Porrúa, y se prometió a sí misma que nunca se casaría con un porruanu
para no tener que pasar por ello. Poco le duró esa promesa, porque apenas cinco años
más tarde y tras casarse con Venancio, enfilaría esa misma carretera camino a Porrúa,
su nuevo hogar, que aún hoy continúa siéndolo. Allí, comenta emocionada que


descubrió la cara más amable de la vida, la de los brazos que se abrieron para
recibirla sin hacer preguntas, la de la gente que l trató como familia sin que hubiese
lazos de sangre de por medio, la del calor que sólo puede proporcionar el contacto
con gente buena.
De su llegada pocos recuerdos guarda tan nítidos como la imagen de un imponente
reloj de pared que la Tia Lupe tenía en un corredor y que se podía ver desde la calle.
Ésa era la única referencia horaria para Concha, y gracias a él sabía cuándo era hora
de llevar la comida a Venancio, que se dedicaba al jornal.
Como desde pequeña había trabajado en el campo, no tuvo que aprender, ni le costó
adaptarse a la vida porruana, además ya se había introducido el plástico en el
transporte del queso por lo que tampoco tuvo que preocuparse de que le sudara sobre
la camisa cuando lo transportaba, como había temido años atrás.
Codo con codo con Venancio, fue estableciendo los cimientos de su nueva vida, que
incluía dos hijas y una suegra a las que cuidar, compaginándolo con allendar las
vacas,mecer, sallar, la elaboración del quesu y su posterior venta en Poo, Llanes y
Posada tres días por semana. Conciliación, creo que lo llaman ahora.
Durante 33 años se levantaron Concha y Venancio a las cinco de la mañana, hiciese
sol o nevase, la vida no se detenía ni ante las adversidades meteorológicas ni ante las
enfermedades, como cuando tuvo que ser operada de ambas manos e ilusa de ella
creyó que eso le libraría, al menos una semana, de sus labores...poco le duró la
ilusión, porque el médico de turno le dijo que no había mejor postoperatorio, como se
conoce ahora, que mecer las vacas y lavarse los once puntos de sutura de cada mano,
con jabón del chimbo.
Concha segaba, subía al monte, caminaba hasta el mercáu con la triguera en la
cabeza, y no sólo no descansó, sino que como muchas otras nunca se quejó, cuidó
primero de sus hermanos y de su abuelo impedido, de su marido y de su suegra
después, más tarde de sus hijas y de su hogar, y más recientemente de sus nietos,
convirtiéndose así en la abuela campesina a la que la A.M.C.A homenajea este año.
La vida de Concha, como la de la mayoría de las mujeres de su generación, estuvo
marcada desde siempre por el trabajo, el sacrificio y la dedicación a su familia, con
poco tiempo para el ocio, o el descanso.

 Hoy tiene 84 años, y en sus ojos no se atisba ni una pizca de queja, ni de
arrepentimiento, ni siquiera de cansancio o dolor, pese a todas las piedras que la vida
fue poniendo en su camino. Con ellas, y con dedicación, esfuerzo, voluntad y
sacrificio, construyó los cimientos de su vida. Concha vive feliz en Porrúa, aquella
aldea a la que se prometió no ir a parar nunca, y en la que finalmente pasó más
tiempo del vivido en el pueblo que la vio nacer. A lo largo de los años, Concha
confiesa que sólo tuvo una aspiración material, la ilusión más grande de su vida.
¿¿ Adivinan?? comprar un reloj de pared, como aquél de la tía Lupe que desde la
calle veía todos los días para saber qué hora era, un reloj por el que pagaría treinta y
pico mil pesetas y que aún hoy muestra orgullosa en su salón. Un reloj que ya no
marca las horas como hiciese antaño, pero que es fiel reflejo de que pese a que los
años pasen y el tiempo no se detenga, nunca hay que olvidar el ayer, pues gracias a él,


hoy somos lo que somos, y gracias a las mujeres como Concha, hoy tenemos una
herencia campesina que cuidar y que reconocer, para que aquellos que vengan
después de nosotros, puedan mirar el reloj, y comprobar orgullosos que el tiempo
pasa, pero hay cosas que no cambian.

 

 

 

 

 

 


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