Entregado el IX Premio de Investigación a Juan Francisco Canal y César Rodríguez

Entregado el IX Premio de Investigación a Juan Francisco Canal y César Rodríguez

Oviedo.-Javier Fernández presidió este martes el acto de entrega del IX Premio de Investigación del Consejo Económico y Social del Principado de Asturias. El Primer Premio se otorgó al trabajo Protección por desempleo y duración del paro en tiempo de crisis: el caso de Asturias, del que son autores, Juan Francisco Canal Domínguez y César Rodríguez Gutiérrez, ambos profesores del Departamento de Economía de la Universidad de Oviedo.

El Accésit se otorgó al trabajo Concepto y bases reguladoras de la colocación de trabajadores, del que es autor  Óscar Luis Fernández Márquez, profesor del Departamento de Derecho Privado y de la Empresa de la Universidad de Oviedo.

 

 

Intervención del presidente del Principado

 

Las instituciones ganan su razón de ser en la práctica. Me refiero tanto a aquellas más acreditadas –los parlamentos son el ejemplo cimero- como a las que tienen menos trayectoria, sean la Sindicatura de Cuentas, el Consejo Consultivo o, (con mayor recorrido que éstos), el Consejo Económico y Social.

 

Saben ustedes que con la recesión han vuelto a aflorar los arbitristas, algunos tan bienintencionados y disparatados como los que abundaron en la España de otros siglos. A los descreídos les invito a detenerse con cierta atención ante el escaparate de cualquier librería, y comprobarán cuánto abundan las portadas que proclaman remedios seguros para salvar la crisis.

 

Luego volveré sobre ese asunto, pero ahora me centro en otra consecuencia derivada de este prolongado declive. Recordarán que hubo quien puso bajo el foco de la sospecha a las comunidades autónomas, al igual que en los interrogatorios policiales más cinematográficos. En resumen, la tesis sostenía que los españoles nos habíamos dado un Estado que no podíamos pagarnos. Abierto ese paraguas, bajo él metían de todo: los servicios públicos, las autonomías, el número de ayuntamientos, la cantidad y las retribuciones de los diputados y la arquitectura institucional. La conclusión era evidente: había que hacer una poda de clareo que llevase por delante todo el ramaje superfluo. Un tanto groseramente, lo que llamaban la grasa del sistema.

 

Nunca compartí ese planteamiento. Porque esa metáfora ayuda a redondear un discurso, pero no tiene aplicación práctica. Por ejemplo, estos trabajos premiados tienen, a mi juicio, bien poco sobrante; por seguir con la imagen, los veo más magros que grasos. Tanto el estudio de los profesores Juan Francisco Canal y César Rodríguez como el de Óscar Luis Fernández, a quienes vuelvo a felicitar, andan cortos de adiposidades. La enhorabuena es extensiva al Consejo Económico y Social.

 

Bromas aparte, esa tesis no es aceptable. Primero, porque así expuesta, supone una enmienda general al Estado autonómico. Por supuesto, es legítimo discrepar de la solución constitucional que hemos aceptado para establecer nuestras reglas de convivencia,  y naturalmente nadie debe oponerse a mejorar la eficiencia del aparato institucional, pero lo que no resulta de recibo es culpar a las autonomías ni a su arquitectura de la dureza de la crisis, salvo que ese discurso sea sólo un envoltorio ad hoc para justificar una involución centralista. Legítima, repito, pero que no puede plantearse honestamente como una relación de causa-efecto con la crisis. Ojalá el debate se orientase hacia la mejora del funcionamiento de las cosas, en lugar de despeñarse por esta suerte de modas pendulares, en las que se pasa con rapidez de un extremo a otro sin que haya posibilidad de detenerse en un punto del recorrido. 

 

Este planteamiento también tiene su correlato en Asturias, donde es aplicable el mismo análisis que a escala estatal. Puede ponerse en cuestión todo, especialmente para realizar mejoras, pero cualquiera que se moleste en echar números concluirá que el Principado no padece un exceso de instituciones. Esa prosa de los chiringuitos, el sector público mastodóntico y demás lugares comunes ya implica un juicio de valor que no acepto como punto de partida. Si hay una evidente contradicción en quienes reclaman con una mano más rendición de cuentas y con la otra proponen suprimir órganos encargados de velar por ese deber, también se puede asegurar que el coste de las instituciones no supone lastre alguno para la recuperación.

 

  No me opongo, reitero, a las reformas; al contrario, ésa es la política de mi gobierno. Desde el principio del mandato hemos estado dispuestos a hacer cambios para mejorar las cosas. Lo que rechazo es esa deslegitimación a la brava, y cargada de populismo, de las instituciones autonómicas que se lleva por delante a los órganos, a quienes los representan y a su propia función. Aquí y en cualquier otro Estado serio las instituciones necesitan tiempos casi geológicos para consolidarse, períodos donde deben ir cogiendo poso y metabolizando las transformaciones necesarias para ser más eficaces y eficientes. Por eso empecé esta intervención señalando que las instituciones ganan su razón de ser en la práctica. Para ser más preciso, en la buena práctica. Siempre, y especialmente ahora, cuando la transparencia y la rendición de cuentas se convierten en piedras de toque para validar la calidad democrática, las instituciones que no cumplan adecuadamente su función perderán rápidamente su razón de ser.

 

Precisamente hoy hemos conocido los datos de la Encuesta de Población Activa, tan relacionados con el ámbito de trabajo del Consejo Económico y Social. Ha habido a lo largo del día múltiples interpretaciones. Me limito a dos consideraciones elementales. La primera, ya muy repetida: no cabe hablar de salida de la crisis con casi seis millones de parados en España y 109.300 en Asturias; hacerlo es una obscenidad. Segunda, los indicadores positivos que se van acumulando son demasiado frágiles para dar pie a hablar del fin de la recesión a medio plazo; al contrario, por este camino estaremos condenados a convivir con tasas insoportables de paro durante largo tiempo. 

 

Todo esto nos lleva a otra reflexión, y aquí vuelvo a echar mano de los arbitristas, que había dejado citados unos cuantos párrafos más arriba. Algunas de las ideas propuestas en aquellos memoriales del siglo XVI tenían mucho de alocadas. Yo no quiero disputar la cátedra a tanto economista metido a pitoniso, pero alguien podría explicarme cómo es posible conjugar una inflación raquítica –no digo ya deflación- con el crecimiento necesario para alcanzar un ritmo razonable de creación de empleo.

 

La estanflación nos demostró, contra lo teorizado por William Phillips, que era posible la convivencia de inflación y estancamiento económico. Aludo a la crisis del petróleo de los 70. La década perdida de Japón, ya en los 90, que pese a su cercanía temporal no parece tener la fuerza disuasoria necesaria, nos mostró los riesgos de la cohabitación de deflación y parálisis. Lo que ahora se nos propone es otro camino experimental: inflación mínima y desarrollo, lo que Antón Costas propone denominar expandeflación. Quizá pueda darse, pero yo no entiendo cómo. Dicho de otra manera, no me explico de qué manera podemos llegar a las tasas necesarias de crecimiento económico que permitan una reducción notable y constante del desempleo. Ya ven que no agito el fantasma de la deflación, aunque el Fondo Monetario Internacional tenga muchas menos reservas que yo en nombrarlo.

 

Lejos de mí cualquier visión conspirativa de los acontecimientos. Pero si no entiendo cómo se pueden combinar porcentajes mínimos de inflación con desarrollo y creación de empleo, sí me parece más comprensible que haya Estados empeñados en que algunos países –España entre ellos- prolonguen el período de ajuste aunque eso les aboque a su propia década perdida. Aludo, claro es, al criterio de la canciller Ángela Merkel.

Precisamente, este año se cumple un siglo del estallido de la primera gran guerra y, con ella, de la hiperinflación que tanto ha marcado a la política económica germana. El mal recuerdo que dejó el recurso a la emisión de papel moneda (papiermark) para afrontar los gastos bélicos, cuando el precio de las pintas de cerveza se llegaba a fijar por miles de marcos, es invocado a menudo para justificar la prevención del gobierno federal y del Bundesbank ante el riesgo inflacionario.

 

No sé hasta qué punto puede sostenerse que ese miedo atenaza la reacción alemana. En todo caso, pienso que también hay derecho a pensar que hay dirigentes políticos y económicos que consideran   aceptable compaginar durante una larga etapa de tiempo distintas velocidades de crecimiento dentro de la Unión Europea, que se prolongará todo lo necesario para que los perezosos del sur ajusten severamente sus cuentas.

 

Quizá sea posible, pero el efecto sobre la economía y la sociedad española de esa obligatoria travesía del desierto puede ser funesto. Ya sé que hay indicadores positivos, y que también se prevé que Asturias crezca a lo largo de este ejercicio; lo que ocurre es que un crecimiento del 0,4 y una tasa de paro del 22,75%, según la EPA de hoy, es francamente inaceptable. Lo que puede resultar asumible desde otro punto de vista, e incluso para una agregación de países, puede ser intolerable para una parte. En el caso español, hemos de pensar seriamente que incluso con tasas de crecimiento muy superiores a las previstas no recuperaremos los niveles de empleo previos a la crisis hasta dentro de varios años.

 

Esto nos lleva, por fin, a otro punto. ¿Cuál debe ser el papel de las instituciones europeas, incluido el Banco Central de Mario Draghi? Como estamos a menos de un mes de las elecciones para formar la nueva eurocámara, parece que todo el debate puede resumirse en cuál es la mayoría resultante, si socialdemócrata o liberal-conservadora. No digo, por supuesto, que eso no sea importante, pero también quiero que se pongan sobre la mesa otras cosas muy relevantes. Por ejemplo, si es posible seguir defendiendo un modelo de construcción europea en el que un Estado-nación, y vuelvo a referirme a Alemania, ejerce la función de locomotora político-económica mientras otros hemos de asumir el obligado lugar de vagón de cola.

 

Y lo digo, que conste, como reflexión para la mejora de las instituciones, y no para deslegitimarlas. Porque de lo que estoy convencido es de que la Unión Europea sigue siendo nuestro norte necesario y el lugar adecuado para combatir la recesión

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