Madrid.-El presidente de Asturias, Javier Fernández, ha denunciado este jueves la "claudicación" de Izquierda Unida ante el independentismo y ha criticado además a los nacionalistas catalanes por presentar como más democrática "la subversión de las reglas" que "las reglas mismas".
En un desayuno informativo de Europa Press, el presidente del Principado se ha mostrado sorprendido por que IU haya caído en lo que considera una "claudicación" al independentismo y, al mismo tiempo, cohabite políticamente con la derecha en Extremadura.
Fernández ha dicho que no comulga con el victimismo y que para su partido ni el Estado es un "opresor externo" ni las demás comunidades autónomas son "rivales en la pugna por los recursos" y la hegemonía cultural.
Así, aunque se ha quejado de la dotación económica para Asturias en los Presupuestos Generales del Estado (PGE), porque la ve insuficiente, ha rechazado el "Madrid nos roba" y también el "Madrid despojado" que, según ha dicho, "a falta de mejores hechuras políticas ahora se pregona".
Eso sí, ha advertido de la pujanza económica de Madrid, añadiendo que ésta no es ajena al hecho de que es la capital económica y financiera y que en ella se concentran las sedes sociales de las principales empresas.
TEXTO ÍNTEGRO DE LA INTERVENCIÓN:
Hace un par de semanas conmemoramos el 35º aniversario de la Constitución. Tal y como ocurre año tras año, hubo celebraciones y discursos con pompa y buena prosodia, de cuidadas hechuras institucionales.
Con todos esos estímulos, y alguna sacudida más reciente en forma de preguntas, intenté trabar algunas reflexiones que hoy les presento. Primero, conviene divagar un poco sobre qué festejamos realmente cada seis de diciembre. Supongo que para la mayoría sólo es un feliz descanso que les permite alejarse de las obligaciones. Saben que se le llama el día de la Constitución, pero no les merece mayor opinión: lo mismo podía apellidarse de la patrona o de la fiesta regional, porque la consecuencia es quedarse en la cama igual, tal como versionaba Paco Ibáñez a Georges Brassens. Nada que decir, porque es una saludable opción.
Otros, en cambio, emparentamos la jornada festiva con la aprobación de la Carta Magna, establecemos una relación entre ambos hechos. Pero también en este grupo caben las distinciones. Para unos, lo que se celebra es directamente la democracia: la Constitución es, en su pensamiento, un sinónimo del sistema de derechos y libertades en España. Para otros, el motivo no es tanto el entorno democrático ni el contenido literal de la Constitución como el gran acuerdo que la hizo posible. Son nostálgicos del consenso. Los hay también que bucean en los aciertos de los padres constitucionales. Y otros, en fin, aprovechan el aniversario para subrayar las carencias, los incumplimientos y las debilidades de la Carta Magna. Entre estos hay un subgrupo partidario de reformarla para mejorarla. Ahí me autocatalogo.
Pero, con independencia del lugar donde se pongan los acentos, resulta casi imposible desligar unos juicios de otros. La Constitución de 1978 incorpora a estas alturas tres grandes connotaciones: democracia, consenso y estabilidad. Una terna que no depende tanto de la letra exacta del articulado constitucional como de las circunstancias históricas en las que se produjo su redacción y su posterior aprobación.
Repasemos. En 1978, la democracia era un ensayo, una aventura política de desenlace dudoso. Esa incertidumbre condicionaba el diálogo sobre la Constitución. Las consecuencias de un fracaso no pararían intramuros de las Cortes, contenidas por los leones de bronce de la Carrera de San Jerónimo, sino que reavivarían los discursos sobre la incapacidad congénita de los españoles para la convivencia democrática. Aunque hoy suene a broma, tales cosas se decían y hasta se escribían con profusión. Sólo había una orilla factible, la del acuerdo; en la otra, en la del desacuerdo, resultaba imposible hacer pie, porque se abría el abismo.
El amplísimo entendimiento alcanzado en el Congreso fue el resultado de la pericia y la capacidad negociadora de un selecto puñado de diputados, pero también del pacto que imponía aquella coyuntura. Sellado el acuerdo y refrendado por el sí masivo, la permanencia de la Carta Magna era obligada, porque la Constitución debía demostrar su resistencia. Escamados por otros fracasos históricos, había voluntad de aguante. No se quería, en modo alguno, una Constitución volátil. Los niveles de exigencia previstos en los procedimientos de reforma dispuestos en la propia Carta Magna obedecen tanto a ese afán de permanencia como al interés en asegurar el cumplimiento de lo acordado. No sólo se ponía muy caro el cambio del articulado; de paso se garantizaba el respeto a lo pactado. Se cerraba el paso a modificaciones que no estuvieran soportadas por un consenso troncal. Dicho al modo de Fernández-Miranda, la reforma habría de discurrir forzosamente del consenso al consenso a través del consenso.
Treinta y cinco años después, la Constitución puede dar por superada una larga lista de pruebas; entre ellas, haber soportado durante décadas la presión provocada por el terrorismo, los vaivenes económicos y también las tensiones que acompañaron el desarrollo territorial del Estado. Los problemas más fieros quedan en pequeñeces ratoniles cuando se alejan o se vencen, y así ocurre en este caso. Hubo un golpe de Estado; resistimos un largo tiempo de miedo y sangre en el País Vasco y en toda España; debatimos el plan Ibarretxe, vivimos recesiones y años de bonanza. En todas estas circunstancias, la Constitución siempre se reveló un espacio adecuado para encarar los problemas.
Ésa es una de sus grandes virtudes: haber servido de punto de encuentro. Incluso partidos que la recibieron de uñas o la desdeñaron con escepticismo acabaron acogiéndose a sagrado dentro de sus puertas, aunque a veces con la furia de los conversos. Quizá eso explique que haya dirigentes de la derecha que concedan a la Constitución el trato reverencial propio de los libros que se suponen palabra de Dios. Incluso es lógico que se haya sacralizado un punto el texto: primero, por las circunstancias excepcionales en las que se elaboró; segundo, por las décadas de progreso y estabilidad que ha permitido. Ese aura sobrenatural nimba también a sus redactores con la de políticos providenciales que sobrepusieron el interés general a sus cuitas de partido. Pero no dejemos que nos deslumbre esa mitificación y recordemos que los redactores de la Constitución dejaron abierta la posibilidad de reforma, y a diferencia de lo dispuesto en otras, sin vetar contenido alguno. Expresado de forma gruesa, el alambicado y rígido procedimiento de reforma salvaguarda más el método (el consenso) que el contenido (el articulado).
La Carta Magna también ha recibido críticas, cada vez más habituales. Un frente muy castigado es la ordenación territorial. El Estado autonómico siempre fue la bicha para la derecha centralista, pero de unos años a esta parte también se ha convertido en el enemigo cotidiano de los independentistas.
Además, sectores de la izquierda, nacionalistas o no (porque ya saben ustedes que se puede ser de izquierdas y nacionalista, e incluso hay quien quiere que sea obligatorio), han enfatizado la idea de que la palabra “constitución” es otro nombre de “claudicación”, porque al pactar la Transición se impidió hacer del mito antifranquista la referencia de una nueva identidad nacional. Razonan que la dictadura contribuyó a desacreditar no sólo el nacionalismo español, sino la idea misma de España. Que un país incapaz de repudiar explícitamente un pasado dictatorial no puede tejer un nuevo imaginario de nación.
Es cierto que los países se unen más cuando llegan a una visión compartida de su pasado, pero reconozcamos que hay países con pasados difíciles de compartir y que hay pasados que tardan mucho en pasar.
Hubo renuncias, sí, pero es que fueron esas renuncias las que allanaron el camino. Transición también viene en este caso de “transigir”. No es fácil tener dos memorias y una sola identidad, pero la España de la Constitución fue un prodigio de ingeniería semántica y consenso político que reinventó la identidad española en cívica, democrática y constitucional.
Con todos estos prólogos, los socialistas planteamos hoy la reforma de la Constitución. Lo promovemos para dar mayor rango a varios derechos. Pero no nos confundamos: el motor básico es la respuesta a la tensión territorial y, en concreto, al proyecto independentista que impulsa el gobierno catalán. Como bien saben, el planteamiento del PSOE, acordado en Granada, se resume en la definición de España como un Estado federal. Jamás he sido un entusiasta de ese adjetivo, ni está en la tradición histórica del socialismo español ni mucho menos lo concibo como una palabra mágica, una especie de ábrete sésamo capaz de vencer cualquier dificultad. Añado que tal vez hayamos aceptado como necesidad lo que no vemos como virtud. No salgo del armario federal, si defiendo racionalmente esa causa es porque entiendo que sirve para reconocer constitucionalmente la España de hoy. Porque España se ha ido federalizando de forma progresiva sin que haya sido reconocido constitucionalmente el hecho federal. La necesidad de delimitar las competencias exclusivas del Estado y de acabar con la permanente tensión competencial, o el archiconocido argumento de convertir al Senado en Cámara territorial, son dos entre las reformas que se enuncian y sobre las que no me extiendo porque agotaría el tiempo de la conferencia.
Sí menciono dos de las grandes objeciones que se plantean.
a. Una sostiene que detrás de esta propuesta late pura ingenuidad. Si el Estado autonómico fue incapaz de satisfacer los apetitos nacionalistas, ahora –y especialmente cuando el independentismo ya se ha desatado rotundamente, sin ambigüedades- el modelo federal tampoco será suficiente para quienes defienden la secesión. Equivaldría, pues, a perder el tiempo. No es un argumento exclusivo de los centralistas. El independentismo catalán también lo esgrime cuando cita la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatuto como el finesterre de la confianza en una salida pactada.
b. Otra avanza que será imposible reeditar el consenso de 1978. Se aduce que los nacionalistas no tienen vocación de acuerdo y que también es improbable la suma de fuerzas distintas al Partido Popular y al PSOE. Y es verdad que ninguna reforma constitucional será posible sin el acuerdo PSOE-PP, ninguna sería tampoco deseable sin la implicación de los partidos nacionalistas.
Ambos reparos concluyen en el mismo punto: mejor no tocar nada, no vaya a ser que nos caiga la reforma encima.
Discrepo. El mayor peligro no está en abordar los cambios, sino en fosilizar la Constitución. Petrificada, quedará tan roqueña como quebradiza. El texto de 1978 no podía prever cuál sería el desarrollo de la Unión Europea ni tampoco la evolución del Estado autonómico. Ha quedado desfasado en ambas cuestiones y sería bueno acomodarlo. A resultas de ambos procesos España es hoy un Estado con una articulación territorial y una esfera de soberanía muy distintas a las de 1978, y ambos asuntos son cruciales en cualquier texto constitucional.
Por lo tanto, existen razones mayores para reformar la Carta Magna. Si no se encara es, entre otras causas, porque también hoy manda un cierto vértigo ante los cambios. Cada tiempo tiene sus miedos, y entre los de hoy está el miedo al cambio constitucional. Sin duda el miedo es un excelente agente paralizador, pero las grandes fuerzas políticas estamos obligadas a vencerlo para tomar la iniciativa frente a situaciones extraordinarias. Si no nos empeñamos en cerrar los ojos, veremos que hoy estamos, precisamente, en una de esas coyunturas. Por mucho que se jalee el fin del bipartidismo –sospecho que acabará siendo más una expresión de un deseo que una realidad-, es absurdo obviar la hegemonía de los dos partidos. Y sin minusvalorar en modo alguno a quienes consensuaron la Constitución, me resisto a asumir que ahora no haya disposición ni entendederas para forjar grandes acuerdos en España. Si eso fuese cierto y lo aceptásemos como una realidad irreversible, deberíamos olvidarnos también de cualquier gran proyecto colectivo que fuese más allá del gobierno cotidiano de las cosas y la conllevanza de nuestros problemas. Dándole la vuelta a la frase de Maura, gobernar equivaldría a dejar pasar las hojas del calendario.
Ésa sí sería una claudicación histórica. El reconocimiento paladino de la resignación.
No me sumo a esa renuncia.
Al contrario, propongo que rompamos el miedo y defendamos el cambio constitucional en la dirección federal por las grandes razones anteriores.
También porque con la federalización podemos profundizar en una idea ni exclusivista ni trascendente de nación. Como ocurre en otros lugares, la nación y la identidad españolas están en constante evolución. Si abrimos un proceso de desarrollo federal pensado para conciliar identidades distintas y superpuestas -un proceso si se quiere, obligado, para acomodar mejor lo diverso en lo único-, aprovechémoslo para que la estructura institucional resultante responda menos a una comunidad idealizada que a una nación de ciudadanos con un consenso cívico sobre el ejercicio legítimo del poder. Porque lo malo no es el nacionalismo; lo malo es el tipo de nación que los nacionalistas quieren construir. La batalla entre los que creen que una nación debería ser el hogar de todos sin distinción de tradición, lengua o cultura y los que quieren una nación de gente como ellos, igual que ellos o parecida a ellos, es la misma que existe entre la nación cívica y la nación romántica. Saquemos partido a la ocasión, para avanzar en ciudadanía, porque la ciudadanía no admite grados, no somos más o menos españoles o catalanes porque compartamos ciertas pautas o valores culturales.
Aprovechémoslo, repito, porque la pertenencia a un país, a un espacio público compartido y a una colectividad civil, no es genética, ni antropológica, sino jurídica. No está en la tierra ni en la sangre, sino en la declaración de impuestos, en la cartilla sanitaria, en la lealtad a las instituciones o en la caja única de la Seguridad Social.
La propuesta federal del PSOE es la de un partido que considera la idea de ciudadanía, desvinculada de la identidad, como eje básico de su acción política.
Es también una propuesta y una actitud constructiva, y la posición del Partido Socialista de Cataluña lo es aún más, por dos razones:
La primera, porque no es fácil la confrontación en el plano identitario con partidos que gozan de la sobrelegitimación que les otorga presentarse siempre como defensores, no de sus posiciones (respetables pero discutibles), sino de sus territorios. Representantes, no de la sociedad catalana, sino del “ser” catalán.
La segunda, porque al fijar su criterio desmiente el sentido inclusivo y transversal que se pretendía dar a la consulta.
Y, ya que salió la palabra de esta temporada, sobre la consulta misma y las dudas que en algunos genera su aparente radicalidad democrática, conviene dejar claro que lo único que no podemos hacer, es dejar de ser lo que somos: un Estado constitucional y democrático, que aplica el Derecho y se sirve exclusivamente de él para organizarse.
Sé que éste es un discurso áspero, sin efervescencia juvenil, que ni arenga ni enardece ni permite hacer la ola en los campos de fútbol. Sé también que la Constitución no es un muro para los sentimientos, que las banderas, los himnos y las fanfarrias saltan sobre los títulos y los artículos. Entiendo de sobra que esa parte visceral que se ha incrustado en el corazón independentista no se puede contentar con una apelación al articulado constitucional. Pero lo que no se puede aceptar en modo alguno es que se presente como más democrática la subversión de las reglas que las reglas mismas, que es mejor democracia la que se construye a propósito para cimentar el independentismo, que la democracia existente que nos hemos otorgado la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles. Aceptar eso también es claudicar racional e ideológicamente. Y si me sorprende en algunos nacionalistas, me inquieta más que una izquierda con presencia en toda España, haga semejante ejercicio de rendición. Créanme que la claudicación de Izquierda Unida al independentismo, el camino inverso que parece seguir, el que va de la ciudadanía a la tribu, del progreso al regreso de la clase explotada, a la nación oprimida. Me sorprende más y me preocupa muchísimo más que su cohabitación política con la derecha extremeña.
Desde Asturias, una comunidad con serios problemas, me niego a ser cómplice de esa rendición. Como ustedes sabrán, mañana se votarán las enmiendas a la totalidad al proyecto de presupuestos del Principado para 2014. Es muy probable que sea rechazado, pese a todas las llamadas a la responsabilidad y la seria disposición al diálogo y al consenso expresadas por mi gobierno. Es una decisión parlamentaria que tendrá consecuencias reales sobre la vida de los asturianos, que impedirá exprimir los recursos disponibles para luchar contra el paro y la recesión. Estamos en un tiempo de urgencias, en el que renunciar a un solo euro de los fondos públicos es una frivolidad. Comprenderán que me sorprenda comprobar que, al mismo tiempo, en Cataluña se pueden forjar grandes alianzas supraideológicas para alimentar el mito nacional.
Perdón por la digresión asturiana. Verán, yo digo a menudo que no son los símbolos, los himnos ni las banderas lo que nos vincula, sino la caja única de la Seguridad Social, tan prosaica ella y tan imprescindible. Pero también a menudo me pregunto si se puede sentir una verdadera emoción hacia un aparato institucional. Está claro que los nacionalistas no pueden: el sentimiento lo dejan para la nación entendida como comunidad imaginada, idealizada y poco menos que eterna…Si no eterna, milenaria al menos.
Y es que el nacionalismo tiene una liturgia muy asentada. Algunos se asombraron al conocer la organización de un simposio sobre la tricentenaria agresión de España a Cataluña. Deberían saber que interpretar mal la propia historia forma parte de ser una nación. Porque en un proceso de construcción nacional lo decisivo no es cómo el pasado se impone al presente, sino cómo el presente manipula al pasado. No basta con volcar una cultura sobre lo público, también hay que utilizar un pebetero legendario que inciense más la estructura mítica que la investigación científica, aunque para ello haya que retorcerle el brazo a la historia.
El simposio es la constatación de que el nacionalismo del que hablamos es una ideología que construye un estereotipo sobre el otro, que sólo es entendible desde la fantasía con la que se concibe a sí mismo. Lo que se pretendía era, llanamente, constatar una especie de verdad histórica previa. A estas alturas regresamos al pasado como quien recurre a un diccionario de citas en busca de un argumento de autoridad para que un relato concreto del ayer justifique lo que sobre nuestro mañana vayamos a decidir hoy. Supongo que las charlas correspondientes acabaron con la locución con la que se apostillaban las demostraciones matemáticas: quod erat demonstrandum, como se pretendía demostrar, porque eran, en efecto, alegatos de parte.
A veces, para acelerar la construcción nacional conviene recuperar la vieja idea de España como problema y emparentarla con realidades económicas desagradables, porque en tiempos de penuria, ondear un proyecto nacional puede proporcionar ese sentimiento emocional que la vida real está negando. Pero créanme que resulta sorprendente comprobar cómo desde imaginarios bien distintos de la nación, se pueden tener las mismas ideas sobre el sistema de financiación, de financiación autonómica quiero decir. Y es que, de vuelta a cosas más tangibles, sostengo que la reforma constitucional puede servir también para fijar cuáles deben ser las reglas básicas del sistema. Ya habrán escuchado a otros presidentes hablar de esta cuestión. Lamento discrepar de quienes urgen la revisión, pero no tengo reparo alguno en chocar frontalmente con los que construyen sus reclamaciones sobre la base de su capacidad fiscal. Si el sistema de financiación, del cual dependen los recursos del órgano gestor de la autonomía, se vinculan a la potencia tributaria de un territorio, hablar de igualdad en la prestación de los servicios públicos en España sería un sarcasmo. Lo serio es acotar ese terreno donde se juega de verdad el bienestar de los ciudadanos, y para ello es necesario fijar también límites a la descarnada subasta tributaria que practica hoy alguna comunidad.
Y ya que estamos aquí, donde se cruzan todos los caminos, pongamos que hablo de Madrid. Los datos de Hacienda relativos al ejercicio fiscal de 2011 muestran que 5.612 contribuyentes declararon más de 600.000 euros. De ellos, el 49% son sujetos pasivos residentes en la Comunidad de Madrid, cuando sólo el 16% de los contribuyentes totales tienen allí ubicada su residencia fiscal. Madrid, con la tarifa autonómica con menos tramos y el marginal más bajo de España, que no aplica el impuesto de Patrimonio y ha eliminado el de sucesiones entre familiares de primer grado, se propone a sí misma como refugio para las rentas altas, promoviendo una competencia fiscal que amenaza con deslocalizaciones e induce cambios de residencia reales o imaginarios.
Nadie duda de los méritos propios de los habitantes de la comunidad de Madrid para conseguir su actual pujanza económica. Pero sería absurdo negar que Madrid, capital política y administrativa desde hace casi cinco siglos, es hoy también la capital económica y financiera, y que esa centralidad no es ajena a que en ella se concentren las sedes sociales de 1500 de entre las 5000 principales empresas y que, incluso muchos de las que no la tienen, ubiquen aquí, su sede operativa.
Los beneficios fiscales vinculados a la capitalidad y las ventajas logísticas derivadas de la concepción radial de España son datos objetivos que ni deberían generar controversia alguna ni entenderse como algo anormal. Ni siquiera la centralidad administrativa y funcionarial de la capital es algo insólito.
Lo controvertido y lo anormal es promover la competencia tributaria a la vez que se reclama una financiación acorde con la capacidad fiscal aprovechando las ventajas que aporta la capitalidad. No comulgo con el victimismo. Para nosotros, ni el Estado es un opresor externo, ni las otras comunidades autónomas son rivales en la pugna por los recursos y la hegemonía cultural. Ni siquiera soy comprensivo con el que se practica en mi tierra, por quienes confunden gestionar con reivindicar. Me quejo, sí, de una dotación muy insuficiente en los presupuestos generales del Estado para 2014, pero eso no me lleva a esos destinos tan frecuentados del “Madrid nos roba”. Ahora bien, tampoco acepto la idea del Madrid despojado que a falta de mejores hechuras políticas ahora se pregona. Pero no por una cuestión de equilibrios, sino porque es rotundamente falso.
En la declaración de Granada, que antes cité, el PSOE apuesta por un Estado federal en el que se mantengan las actuales comunidades. Ninguna bandera autonómica tiene que ser arriada, salvo, entiendo, si Madrid reivindica su potencia económica y fiscal para impulsar la ruptura del equilibrio territorial. Entonces tendría todo el sentido que para cumplir con sus obligaciones y su cuota de solidaridad con el resto del país, en sintonía con su renta, sus ventajas competitivas y su centralidad (porque es incuestionable que la capitalidad genera condiciones políticas, sociales y económicas de carácter especial), adoptase la figura de distrito federal, que presenta fórmulas y matices distintos según qué país, pero que se adapta plenamente a una estructura federal.
El planteamiento sólo tiene ese sentido, y únicamente lo defendería si se diese esa situación, por más que no estuviera mal visto por los nacionalistas catalanes, en cuyo imaginario hace tiempo que Castilla ha sido suplantada por Madrid.
Lo anterior debe servirnos para reflexionar sobre la idea de España que subyace en cada imaginario de nación. Porque el sistema de financiación que se propone desde Madrid, unido a la competencia fiscal que se practica por esta comunidad, no haría sino desequilibrar aún más un país ya muy desequilibrado territorialmente, en el que la renta de la comunidad autónoma más dinámica prácticamente dobla la de la más pobre. Pues eso mismo lo propone un presidente que es el heredero político de Esperanza Aguirre, para la cual España ya era España antes de que hubiera españoles. Lo que demuestra que la nación es una comunidad imaginada que no todos imaginamos igual, así que hay quien le da mucha importancia a su concepción espiritual y muy poca a su construcción material.
Quiero señalar, sin embargo, que la emergencia de dos comunidades en Cataluña, diferenciadas por su vinculación sentimental con España y la fractura política, cultural y emocional que eso supone, me parece mucho más peligrosa que las diferencias económicas y de financiación.
Me referí también a la conveniencia de acomodar el texto constitucional a la evolución de la Unión Europea. Muchas cosas no se perciben cuando suceden, necesitamos que transcurra un tiempo de reposo. Desde 1978 hasta hoy, con los parones y contratiempos que se quiera, los españoles hemos participado en dos intensas evoluciones territoriales simultáneas: la federalización de nuestro país y la integración europea, con sus efectos sobre la dimensión soberana de cada Estado miembro. (1)
Lo paradójico es que ni nuestra pertenencia a la UE ni nuestro actual grado de descentralización fueron contemplados en la Constitución. Ambos procesos están desconstitucionalizados.
Debemos admitir que las reivindicaciones nacionalistas no son siempre y en todo lugar una fantasía política, y que aunque las identidades que se defienden son, por lo normal, una mezcla discutible de tradiciones inventadas y paranoias recientes, la amenaza que se cierne sobre ellas puede ser real. Pero en Cataluña no.
Por eso no deja de ser sorprendente que en esta transformación histórica, que difumina por una doble vía –la descentralización interna y la unión europea- la antaño consistente soberanía del estado-nación, los independentistas se empeñen en nadar contra corriente y busquen, no el reconocimiento de una realidad identitaria, sobre lo cual poco habría que debatir, sino la construcción de un estado arquetípico. Precisamente cuando la Unión Europea, de la que todos se proclaman entusiastas, se basa en superar esa regla, que jamás ha sido, que atribuye a cada nación una estructura estatal como marco supremo.
Ésa es otra realidad que debería afrontar la reforma. Aunque también es cierto que no es preciso ese cambio para que el Gobierno español asuma que debe convertirse en un catalizador de la integración europea. Después de años sometidos a una disciplina luterana de austeridad forzosa, los españoles sabemos bien que nada de lo que ocurre en Europa nos es ajeno. Ni siquiera la implantación de un salario mínimo de ocho euros y medio por cada hora de trabajo en Alemania –una de las condiciones planteadas por los socialdemócratas para acordar con la CDU- nos es extraña, por las repercusiones que puede conllevar sobre la demanda interna en la que debería ser hoy gran locomotora europea. Quiero decir que la realidad está interrelacionada de tal modo que no cabe la indefinición. El avance decidido en la construcción europea sigue siendo un buen rumbo para España.
Europa, que inventó todas las formas institucionales que hoy tienen validez universal, está intentando inventarse a sí misma, pero por ahora sólo es una unión de solidaridad limitada que avanza construyendo con dolor su estructura federal.
Una Europa que pide, más que sugiere, que bajen los sueldos, disminuyan las pensiones o se reduzca el gasto social. Capaz de exigirte que reformes tu Constitución en quince días, pero incapaz de impedir la reducción del impuesto de Sociedades en Irlanda porque agrede al honor nacional.
Esa Europa, esa manera de construirla, entiendo que tiene que ver con el paso de Alemania de potencia económica a potencia política.
En el marco europeo, el patriotismo constitucional es algo más que una esperanza infundada, pero las condiciones para superar el nacionalismo aún no se dan, porque el proyecto europeo se asienta en una identidad trasnacional basada en valores cívicos y universales, pero la tensión entre el ciudadano y el patriota, entre la nación cívica y la étnica, siguen ahí.
En los años más oscuros de Europa hubo conciencias patrióticas (Thomas Mann era uno de ellos) a los que les repugnaba escoger entre ser un buen ciudadano o un buen alemán.
Alemania está descubriendo ahora que una identidad nacional construida sobre la culpa y la necesidad de reparación no puede evitar esa tensión, porque allí la nación es más poderosa que el Estado, y emerge y se reconoce en el euronacionalismo alemán.
Recordarán la frase, cáustica como el aguarrás, que se le atribuyó a Kissinger décadas atrás: “¿a qué teléfono llamo si quiero hablar con Europa?”. Hoy la respuesta a esa pregunta es pública: “Europa tiene teléfono, está en Berlín, es el de Ángela Merkel y lo tiene intervenido la NSA”. No nos quejemos: en algo hemos avanzado; al menos ya hay línea. Ahora se trata de que quien responda sea la voz unida de Europa y no la voz poderosa, pero discordante, de uno de sus líderes. Al fin y al cabo, Ulrich Beck nos dice (y yo le creo) que si la juzgamos por el rasero de su historia, ésta es la mejor Alemania que hemos tenido nunca.
También creo que si la juzgamos por el rasero de la nuestra, ésta es la España más de todos los españoles, la mejor España que hayamos tenido jamás.
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1. En 1992 se reformó el artículo 13.2 para reconocer el derecho de sufragio pasivo a los ciudadanos comunitarios residentes en España, consecuencia del Tratado de Maastricht; en 2011 se modificó el artículo 135 para constitucionalizar la estabilidad presupue
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