Parejas mixtas de Jerusalén Este y Cisjordania se juegan los visados y malgastan su dinero por vivir juntos en tierra de nadie
El riesgo de perder la residencia o los permisos de movilidad les llevan a comprar casas en suelo muy caro, junto al muro, sin servicios ni protección alguna
Más de 60.000 árabes de Jerusalén han quedado ahora al otro lado del muro de hormigón, por el trazado de seguridad impuesto por Israel
El cerco de Palestina complica hasta los amores. Un ciudadano de Cisjordania, con absoluta limitación de movimientos, que no puede ir a Gaza y que sólo excepcionalmente y por tiempo muy limitado tiene visa para cruzar a Jerusalén Este, se ve casi forzado a encontrar a su pareja en su ciudad, máximo en el pueblo de al lado. No hay mezcolanza, no hay integración: hay endogamia, y cada día más limitadora. Se reducen los lazos de sangre y de amistad entre las comunidades palestinas históricas. Se refuerzan los compartimentos estanco. Toca emparejarse con el vecino. No hay más. Eso o el exilio o el drama. Hace unos años, antes de que se levantaran 700 kilómetros de muro para aislar Cisjordania del resto de Israel, antes de que se bloqueara Gaza por el triunfo electoral de Hamás, las parejas palestinas de origen mixto eran algo normal. Las relaciones comerciales, la universidad, los transportes públicos, los bares o plazas, servían para el encuentro. Aquello del roce y el cariño. Ahora son la excepción. La separación de un pueblo que cala hasta en las nuevas formas de familia y, evidentemente, en la sensación de unidad, de alianza y pertenencia al grupo. Cada vez son más primos que hermanos los palestinos de los territorios y los de la capital jerosolimitana.
Pero hay quien resiste, aún entre la espada y la pared, aún cuando su alianza de años atrás no sirve para vivir en paz allá donde elijan. Como Samia y Tawfik. Ella es de Kuber. Él, de Jerusalén Este. Llevan 27 años casados. Cada cual en su padrón y con sus derechos, tan distintos. Viven en Semiramis, un barrio muy próximo al checkpoint de Qalandia, el más importante de Cisjordania. Están en el lado palestino del muro. Sin embargo, el suelo que habitan es de Jerusalén. El diseño desquiciante de la valla de hormigón ha dejado a 60.000 árabes al otro lado, desconectados de la ciudad, pagando sus impuestos al nivel de un ciudadano del centro y sin recibir ni un servicio. Son datos de la ONU. Han tenido que buscar este rincón depauperado, olvidado de todos, donde la ANP no tiene poder para intervenir, para que no los separen: Tawfik tiene el estatus de residente en Jerusalén y si no acredita que tiene una casa y unos gastos en la ciudad, pierde su identificación y los derechos que conlleva (salud, educación, y visas de viaje, esencialmente). Samia, al ser cisjordana, no logra el permiso para vivir en Jerusalén Este, porque las reagrupaciones familiares son la excepción entre las excepciones. Así que tampoco puede cruzar a vivir el otro lado. Aunque técnicamente reside en Jerusalén, físicamente está en un suburbio de Ramala, intramuros. Una zona de nadie en la que todos cumplen con las delirantes exigencias, una barriada en la que, según Naciones Unidas, residen unas 15.000 personas, en su mayoría, familias mixtas que sólo quieren quererse y vivir en la misma casa.
El problema es pagar una casa del nivel de Jerusalén con el sueldo de un cisjordano. Hay que abonar agua, luz, teléfono e impuestos municipales (como el temido arnona, el impuesto de la casa, altísimo en Israel). Lo malo, explica Samia, es que a veces no hay ni agua, ni luz ni teléfono ni servicios municipales. Ni autoridad a la que reclamar, porque ningún funcionario osa cruzar Qalandia para atender a los vecinos. Como Tawfik no puede vivir en otro lugar que no esté reconocido como “Jerusalén”, hay que hacer frente a ese estipendio y “a lo que pidan los constructores”. Una casa de 180 metros cuadrados con tres habitaciones grandes y terraza cuesta en una zona bien de Ramala 150 dólares al mes. Por una vivienda con la mitad de metros este matrimonio está pagando 600 dólares, más un mínimo mensual de 12o en impuestos. “Un disparate”, el precio de cumplir con la burocracia. Y eso que se saben afortunados, porque ambos trabajan y están en una “condición soportable”: ella es directora de administración y finanzas de la PACA (The Palestinian Association for Contemporary Arts) y él, jefe de departamento en la Universidad de Birzeit.
Por eso soportan el cementerio de coches abandonados en la esquina, sin control, en el que lo más sencillo es clavarse un hierro al pasar; la falta de luz en la calle (al caer el sol es la boca del lobo); los contenedores de basura rebosantes; las cañerías que se rompen. Ahora mismo la calle está levantada. Lleva así cinco días. Unos operarios fueron para asfaltarla. Hasta ahora era todo albero y piedras. Los vecinos dudan que el trabajo se acabe: la ANP no tiene competencias para hacerse cargo de la obra y su coste, así que la iniciativa, un arranque de rabia vecinal, puede quedar en nada si no llegan los permisos y los fondos. Esas condiciones son las que hacen que algunos vecinos en mejor situación económica decidan buscar una casa en otro lugar de Cisjordania y alquilen a la vez una vivienda en este rincón de nadie, una casa que visitan una vez a la semana para justificar el gasto de luz y agua y así presentar los recibos al Ayuntamiento de Jerusalén. No sirve una casa pequeña y punto, no. Hace falta que tenga el tamaño que debería tener para la gente que supuestamente vive allí, porque Israel revisa los planos y, en ocasiones, hasta hace fotografías aéreas de las viviendas. Otros recurren al truco de permanecer empadronado en casa de un familiar en Jerusalén Este (en Beit Hanina, en Anata, en Sheikh Jarrah…), mientras se vive al otro lado de la barrera de hormigón, hierro y espino, en casa de la persona amada, cerca de la familia elegida. Técnicas de supervivencia.
No es sólo una cuestión de residencia. Es la pura rutina alterada. Una familia dividida. Samia y Tawfik tienen dos hijas, Miral y Tamara, de 24 y 22 años. Una estudia en Emiratos Árabes. La otra acaba de graduarse en Ramala. La mayor nació sólo un mes después de que su madre recibiera la residencia, así que las autoridades se negaron a inscribirla como “palestina” porque Samia “lo era desde hacía muy poco”. Dos años costó sacar a la pequeña del limbo administrativo en que se encontraba. Miral nació en Ramala, así que no puede salir a Jerusalén, la ciudad de su padre, aunque vive en su suelo. Su hermana, Tamara, nació en Jerusalén, porque el ginecólogo de Samia estaba de viaje y le recomendó que fuera a la capital a ver a una colega. Eran tiempos en que la frontera aún era sencilla de cruzar. La chica está inscrita en Jerusalén, como su padre. Dos y dos, dos con cierta libertad de movimientos, dos con permisos contados. Están dispuestos a pagar por su rincón, por esta casa que no les gusta, para que ellas no sufran: están en pleno proceso de universidad y postgrado y sus posibilidades de estudiar fuera o de lograr una beca pueden resentirse por los permisos o visas de viaje, que a veces se dan por un año, o por tres, o se deniegan directamente. “Una no puede salir a Jerusalén, y la otra, si no vive allí, pierde la residencia… Bueno, si a mi hija, por quedarse sin residencia, no la dejan salir a estudiar, yo me mato, me mato… ¿Cómo no vamos a hacer este esfuerzo? En el caso de mi marido y mi hija pequeña siempre te queda el temor de que les pase algo en el control, porque cada día es imprevisible. Te pueden quitar el permiso de residencia sin explicaciones. Ibas a pasar el checkpoint y de pronto un soldado joven cogía unas tijeras y cortaba tu documento de residente y te decía: “Ya no vives en Jerusalén”. Sin más. Ese riesgo es constante”, lamenta la mujer. 14.000 palestinos han perdido este permiso desde la Guerra de los Seis Días, según la ONU, un dato que un informe interno de las IDF israelíes eleva a 140.000 en el periodo 1967-1994, según desveló el 11 de mayo pasado el diario Haaretz.
A veces no es fácil mantenerse firme. A veces los principios flojean. Este matrimonio confiesa que, en ocasiones, está tentados de irse a vivir al punto que quieran de Ramala, renunciando a la residencia jerosolimitana de Tawfik y Tamara, evitándose el gasto que ahora tienen, los nervios, las complicaciones. Pero luego piensan que es su derecho y que no van a renunciar a él. Además, insisten, eso puede suponer la cesión implícita de Jerusalén Este, el territorio que la ANP reclama como futura capital del estado palestino. No tener la residencia en Jerusalén supone quedar como un apátrida, porque no es sencillo arreglar los papeles de estancia al otro lado, en Cisjordania. “Ya no existes legalmente, no puedes ni renovar la licencia de tu coche, y la ANP aún no tiene entidad para podernos ayudar en eso. Así que van pasando los días, confiando en la suerte y los permisos temporales, como el que ahora mismo tiene Samia, por unos meses.
Saben de la dureza de las consecuencias que tendrían si decidieran violar la llamada “ley de infiltración“, que vigila quién vive dónde. Tras el bloqueo impuesto en Gaza desde hace cuatro años, un ciudadano de la franja que viva fuera de ella puede llegar a pagar hasta 7.000 dólares de sanción, salvo en casos de reagrupación familiar, que son contados. El tiempo medio de espera para que se conceda es de cinco años, según denuncian ONG como B´Tselem. Hay casos de madres atrapadas en Gaza porque una visita a unos familiares o unos recados las dejaron atrapadas en la zona, y no han vuelto a ver a los suyos en Cisjordania o Jerusalén. Eso es lo que consuela a Samia y Tawfik, que ellos pueden estar juntos. A base de desgaste, impotencia y dinero, pero lo están. Porque hay cariños que burlan hasta los muros.