Santiago.-Tras reinaugurar la Plaza de la Constitución, el Mandatario acompañado de su señora, Cecilia Morel, presidió una significativa ceremonia en el Palacio de La Moneda, a la que asistieron autoridades de todos los poderes del Estado, ministros y subsecretarios, además de connotadas figuras públicas.
En la oportunidad, planteó una profunda reflexión acerca de lo ocurrido en el país, desde sus causas, desarrollo y lecciones para el futuro, señalando que “nuestro Gobierno ha tomado con compromiso y voluntad las banderas de la reconciliación nacional, el fortalecimiento de nuestra democracia y la promoción de una cultura de derechos humanos”, al tiempo que invitó a todos los chilenos “a recordar y conmemorar en forma pacífica y reflexiva este cuadragésimo aniversario del Golpe Militar del 11 de Septiembre de 1973, con un verdadero sentido de unidad, nación y futuro”.
Asimismo, anunció que “como símbolo de este reencuentro, hemos abierto de par en par las puertas de esta Moneda, la casa de todos los chilenos, para que los fines de semana todos puedan conocer y sentirse parte de esta casa para que ella sea siempre un símbolo de unidad entre los chilenos y de fe en el futuro”.
A continuación la transcripción completa del discurso del Jefe de Estado.
“Muy buenas tardes.
Vengo de reinaugurar la Plaza de la Constitución, uno de los símbolos de nuestra República, y estamos hoy reunidos, en este Palacio de La Moneda, la casa de todos los chilenos, para conmemorar y recordar los dolorosos hechos ocurridos hace 40 años atrás, que aún dividen a una parte de nuestra sociedad.
Como Presidente de todos los chilenos, quisiera compartir con mis compatriotas algunas reflexiones.
¿Por qué es bueno recordar?
Porque los momentos traumáticos que viven los países son como las heridas en un ser humano. No es bueno ignorarlas ni taparlas, porque así nunca logran cicatrizar. Tampoco es bueno hurgar permanentemente en ellas, porque pueden evolucionar hacia verdaderas gangrenas. Lo que debemos hacer es asumirlas, limpiarlas y curarlas, y permitir así que puedan sanar.
¿Para qué debemos recordar?
¿Para revivir las mismas divisiones, violencia y odios que tanto daño nos causaron en el pasado? ¿O muy por el contrario, para iluminar los caminos del futuro, aprender de los errores del pasado, de forma de nunca más volver a repetirlos?
Sin duda, este segundo camino es el mejor para el alma de nuestro país, es lo que quiere la inmensa mayoría de los chilenos, y es el camino con el cual ha estado, está y seguirá estando comprometido el Gobierno que tengo el honor de presidir.
Sabemos que cuando miles de compatriotas sufren violaciones a sus derechos humanos, como las que ocurrieron en Chile, no existen soluciones que puedan reparar todo el daño y dolor causado. Desgraciadamente no podemos resucitar a los muertos ni a los desaparecidos para devolvérselos a sus familias. Pero si podemos y debemos aliviar ese dolor, avanzando en materia de verdad, justicia, reparación y reconciliación, como lo hemos hecho, todos juntos, desde la recuperación de la democracia. Y también debemos y podemos respetar y cuidar mejor nuestra democracia, nuestra sana convivencia y nuestro Estado de Derecho, que son, a fin de cuentas, el mejor antídoto para que estos dolorosos hecho nunca más se repitan.
El 11 de septiembre de 1973 un violento Golpe de Estado puso término al Gobierno de la Unidad Popular, significó el quiebre de nuestra democracia y dio inicio a 17 largos años de Régimen Militar.
Sin embargo, esa dolorosa fractura de nuestra democracia no fue algo súbito, intempestivo ni sorpresivo. Fue más bien el desenlace previsible, aunque no inevitable, de una larga y penosa agonía de los valores republicanos, de un deterioro creciente de la amistad cívica y de un grave resquebrajamiento del Estado de Derecho.
En efecto, a partir de la década de los 60, poco a poco, y casi sin darnos cuenta, la tradicional sensatez de la sociedad chilena comenzó a ceder ante las pasiones desbordadas, los proyectos excluyentes y la prédica del odio.
Importantes sectores de la izquierda de nuestro país proclamaban públicamente su desprecio por la democracia existente y sostenían como legítimo imponer sus visiones y proyectos de país mediante el uso de la fuerza y la violencia si fuere útil o necesario. El Gobierno de la Unidad Popular reiteradamente quebrantó la legalidad y el Estado de Derecho vigente, lo que fue advertido y denunciado expresamente por las más altas instituciones de la República como la Corte Suprema, la Cámara de Diputados y la Contraloría. Esta situación, unida a malas políticas públicas, fue generando un creciente caos político, económico y social, que afectó gravemente la vida de los chilenos y el futuro de la nación.
El sano diálogo republicano y la búsqueda de acuerdos comenzaron a ser reemplazados por la intolerancia y la violencia. Para muchos, un chileno que pensaba distinto dejó de ser un adversario a convencer y se transformó en un enemigo a destruir.
El aire político se fue enrareciendo y nuestra sociedad democrática, pluralista y tolerante empezó a ser reemplazada por otra marcada por profundas fracturas, odios y divisiones entre sus propios hijos, se expresaron consignas tan aplaudidas como inconducentes. Un senador declaraba su intención de “negarle la sal y el agua” a un Gobierno recientemente elegido por una amplia mayoría. Un Presidente decía que “no cambiaría ni una coma de su programa ni por un millón de votos”. Otro Presidente afirmaba que “no era el Presidente de todos los chilenos”.
En suma, el quiebre de la democracia el año 1973 significó el fracaso de una generación que no quiso, no supo o no pudo proteger nuestra democracia, nuestro Estado de Derecho y nuestra sana convivencia. Ello no significa que todos sean responsables ni que estas responsabilidades sean equivalentes. Pero sí que estas responsabilidades fueran más compartidas de lo que algunos sostienen.
El Golpe de Estado del 11 de Septiembre y el Gobierno Militar que lo sucedió no fue un fenómeno exclusivo de Chile, sino una realidad que en el contexto de la Guerra Fría, se extendió a casi todos los países de América Latina y trajo asociada significativas restricciones a la libertad y dolorosas e inaceptables violaciones a los derechos humanos. Está más que demostrado la significativa incidencia que en estos hechos tuvieron las dos principales potencias mundiales de la época, entonces confrontadas por una dura guerra fría y separadas por muros y cortinas de hierro, intervención foránea que nunca más debemos permitir.
En materia de responsabilidades, éstas son de distinta naturaleza. Existen las de carácter penal, que son personales, y que en un Estado de Derecho, deben ser juzgadas y sancionadas por los Tribunales de Justicia. También existen las de naturaleza política, que pueden ser colectivas y que normalmente son evaluadas y determinadas por la ciudadanía. Y las de carácter moral, que pertenecen al ámbito de la intimidad de las conciencias.
Algunos quisieran creer que toda la responsabilidad recae en quienes cometieron u ordenaron cometer esas violaciones a los derechos humanos. Esta posición es correcta en materia de responsabilidad penal, pero es parcial e insuficiente respecto del otro tipo de responsabilidades.
En mi opinión, también tienen responsabilidad aquellos que no respetaron el Estado de Derecho y promovieron la intolerancia, el odio y la violencia en nuestro país, que finalmente condujo al quiebre de nuestra democracia. Con posterioridad, esta responsabilidad también alcanza a quienes ejercieron altos cargos en el Gobierno Militar, o a quienes, por su investidura o influencia, conocieron de estos hechos, y pudiendo alzar su voz para evitar estos abusos, muchas veces no lo hicieron, ya sea porque subordinaron los principios a sus intereses o porque sucumbieron ante el temor.
También se extiende al Poder Judicial, que por mandato de la Constitución y las leyes le correspondía cautelar los derechos de las personas, y que pudiendo haber asumido una actitud más resuelta y eficaz en defensa de esos derechos humanos, acogiendo los recursos de amparo y ejerciendo su tutela sobre los Tribunales Militares en tiempos de guerra, muchas veces no lo hizo.
La responsabilidad también alcanza a algunos medios de comunicación, que con frecuencia se limitaron a entregar la versión oficial del Gobierno y no siempre investigaron e informaron con la objetividad y veracidad que los graves atropellos a los derechos humanos exigían.
Finalmente, a muchos de nosotros, que pudimos haber hecho más en defensa de los Derechos Humanos, también nos alcanza una cuota de responsabilidad.
Estoy seguro que si pudiésemos volver atrás la historia y tener una nueva oportunidad para enfrentarla, lo cual desgraciadamente nunca es posible, la inmensa mayoría de los actores se comportaría en forma distinta y mejor, antes, durante y después del 11 de septiembre de 1973, cuidando mejor nuestra democracia y protegiendo mejor los derechos humanos de todos.
Con respecto a las graves y reiteradas violaciones a los derechos humanos ocurridas en nuestro país, hay que ser categórico: ninguno de los hechos, causas, errores y responsabilidades que condujeron al quiebre de nuestra democracia, justifica los inaceptables atropellos a la vida, integridad y dignidad de las personas que le siguieron.
Por eso, es justo y necesario reconocer, destacar y agradecer la actitud valiente de tantas personas e instituciones que levantaron su voz y ejercieron una valiosa labor en defensa de los derechos humanos, como las Iglesias, los familiares y abogados de las víctimas, los organismos de derechos humanos, algunos jueces, periodistas y países amigos que también hicieron un valioso aporte.
Pero así como el quiebre institucional, el debilitamiento de la amistad cívica y la pérdida de la democracia durante la década de los 70 constituyeron un gran fracaso de toda una generación, la forma ejemplar en que recuperamos y consolidamos nuestra democracia, sana convivencia e institucionalidad republicana durante los últimos 25 años, constituye un gran acierto de otra generación, sin perjuicio que algunos políticos pertenezcan a ambas.
En efecto, normalmente las transiciones de un régimen militar a uno democrático se hacen en medio de crisis política, caos económico y violencia social. La transición chilena a la democracia evitó estos males porque, al fin y al cabo, fue fruto de amplios acuerdos nacionales, en que participaron y aportaron casi todos los sectores de la sociedad chilena, que tuvieron la sabiduría y el coraje para hacer primar una visión de unidad y de futuro, que tanto bien nos ha hecho y que nos ha permitido construir un Chile mucho mejor que el del 73.
También las Fuerzas Armadas y de Orden cooperaron con este proceso, y hoy contamos con instituciones de defensa y orden plenamente sujetas al marco constitucional y al poder civil democráticamente elegido, altamente profesionales, y queridas y respetadas por la ciudadanía.
Esta mirada al pasado es necesaria para construir el futuro. Debemos preguntarnos qué lecciones podemos recoger del pasado, para iluminar el futuro y evitar así repetir los mismos errores o tropezar con las mismas piedras. Sin duda, ellas son muchas y variadas, pero quisiera destacar las que considero más importantes.
La primera es admitir, y sin reservas de ninguna naturaleza, que aún en situaciones extremas de quiebre institucional, e incluso de guerra interna o externa, existen normas morales y jurídicas que deben ser siempre respetadas por todos, combatientes y no combatientes, civiles y militares, jefes y subordinados.
En consecuencia, fenómenos como la tortura, el terrorismo, el asesinato por razones políticas o la desaparición forzada de personas, nunca pueden ser justificados sin caer en un grave vacío moral. En otras palabras, el fin jamás justifica los medios y no existe estado de excepción, ni revolución alguna, cualquiera sea su orientación o motivación, que justifique el grado de violencia ni los atropellos a los derechos humanos que conocimos en el Chile de esos tiempos. Los derechos humanos de todos deben ser respetados y defendidos por todos, en todo tiempo, lugar y circunstancia. Y esta obligación moral, que compromete a toda la ciudadanía, debe ser honrada con aún mayor celo y razón por el Estado y sus agentes, como representantes y garantes del bien común.
Una segunda lección es que la democracia, la paz y la amistad cívica, son valores más frágiles de lo que solemos creer, por lo que siempre debemos cuidarlos, protegerlos y fortalecerlos, no sólo con nuestros actos, sino también con nuestras palabras y actitudes.
Una tercera lección es que existe una relación muy estrecha entre la democracia política, el progreso económico y la justicia social, pues ellas se retroalimentan y potencian recíprocamente, al punto que la debilidad de cualquiera de ellas inevitablemente termina por debilitar a las demás.
Una cuarta lección es comprender que la verdad y la justicia son necesarias para la paz y la reconciliación. Por ello, debemos seguir avanzando en la búsqueda de mayor verdad y justicia. Quienes tengan información relevante tienen la obligación moral de revelarla. Y es labor de nuestros Tribunales seguir investigando la verdad e impartiendo justicia.
Pero para cerrar las heridas del pasado y fortalecer la reconciliación, también se necesita grandeza, generosidad y capacidad de pedir y otorgar perdón, lo cual sin duda corresponde al ámbito más noble e íntimo de la conciencia de las personas.
Nuestro Gobierno ha tomado con compromiso y voluntad las banderas de la reconciliación nacional, el fortalecimiento de nuestra democracia y la promoción de una Cultura de Derechos Humanos, que proteja los derechos fundamentales de toda persona, desde su concepción hasta su muerte natural.
Por eso pusimos en marcha el Instituto Nacional de Derechos Humanos, encargado de actuar como un atento vigilante y defensor de los Derechos Humanos de todos. Por eso presentamos un proyecto de ley que crea la Subsecretaría de Derechos Humanos como parte del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, para que actúe como coordinador y responsable de todos los esfuerzos y acciones del Gobierno en este campo. Por eso reformamos la Justicia Militar, de forma de delimitar su campo a lo que le es estrictamente propio y excluir siempre y bajo toda circunstancia a las personas civiles de su jurisdicción.
Por eso perfeccionamos la Ley Antiterrorista, necesaria en toda sociedad democrática, mejorando la tipificación de los delitos, fortaleciendo el debido proceso y racionalizando sus penas.
Por eso promulgamos la Ley Antidiscriminación, para combatir con mayor eficacia la discriminación arbitraria en nuestro país.
Por eso hemos incorporado la enseñanza de una verdadera cultura de respeto a los derechos humanos a nuestro sistema educacional y a los organismos del Estado.
El compromiso del Gobierno con el fortalecimiento y revitalización de nuestra democracia se ha expresado en reformas tan importantes como la inscripción automática y el voto voluntario, un sistema de primarias voluntarias y vinculantes para la selección de los candidatos, la elección directa de los Consejeros Regionales. Y también a través de proyectos para una nueva Ley de Partidos Políticos y un nuevo sistema electoral.
Quiero concluir estas palabras con tres breves reflexiones y una invitación a todos los chilenos.
Primero: El pasado ya está escrito. Podemos recordarlo, estudiarlo y discutirlo, pero ya no podemos cambiarlo. En consecuencia, no debemos permanecer prisioneros ni secuestrados por él. Porque cuando el presente se queda anclado en el pasado, es el futuro el que pierde. Después de todo, 3 de cada 5 chilenos de hoy no habían nacido aún el año 1973 y más de 8 de cada 10 eran menores de edad cuando ocurrió el Golpe. No podemos permitir que las viejas generaciones traspasen a las nuevas generaciones sus divisiones, odios y enfrentamientos, que tanto daño, dolor y sufrimiento causaron. Los chilenos de hoy debemos tomar los pinceles, superar el pasado y trazar con libertad nuestros caminos hacia un futuro mejor.
La segunda, es que la conquista de la paz, la amistad cívica y la reconciliación, más que una meta es un proceso que requiere un esfuerzo permanente y una actitud generosa y constructiva, a la cual todos debemos aportar y nadie debe restarse. En esta materia, una vez más, la ciudadanía parece haberse anticipado en sabiduría y generosidad a los políticos.
La tercera es que en los últimos 25 años Chile ha debido enfrentar dos transiciones: la primera, la antigua, fue la transición de un Gobierno Militar a un Gobierno Democrático. Esa transición ya la hicimos y la hicimos bien. La segunda, la nueva, es la transición hacia un país desarrollado, sin pobreza, con mayor justicia, con verdaderas oportunidades para todos y con sólidos valores morales. Esta transición está en plena marcha y es responsabilidad de nuestra generación, la generación del Bicentenario, el llevarla a buen puerto antes que termine esta década.
Por eso, quisiera terminar estas palabras invitando a todos mis compatriotas a recordar y conmemorar en forma pacífica y reflexiva este cuadragésimo aniversario del Golpe Militar del 11 de septiembre de 1973, con un verdadero sentido de unidad, nación y futuro. Sabemos que en la unidad está la raíz de nuestra fortaleza y en la división el germen de nuestra debilidad. Y sabemos también que, más allá de nuestras legítimas diferencias, todos amamos a nuestro Chile y todos queremos un futuro mejor para nuestros hijos, y sus hijos y los que vendrán. En consecuencia, debemos privilegiar lo que nos une, porque es mucho más fuerte que lo que nos divide. Por ello, y como símbolo de este reencuentro, hemos abierto de par en par las puertas de esta Moneda, la casa de todos los chilenos, para que los fines de semana todos puedan conocer y sentirse parte de esta casa para que ella sea siempre un símbolo de unidad entre los chilenos y de fe en el futuro”.