“Voté y volví a casa, porque sabía que Sudán del Sur sería independiente”. John Aken, de 35 años, se hallaba en Darfur cuando se celebró el referéndum sobre la independencia, en 2011. Había huido a esta región del oeste de Sudán a causa de la segunda guerra civil (1983-2005).
“Me casé en Darfur y tuve seis hijos, pero hace dos años decidí volver a casa porque ya no había conflicto en mi tierra”, sonríe John, que ahora vive con su familia en una choza situada en un asentamiento del estado sursudanés de Bahr el Ghazal del Norte.
El acuerdo de paz en 2006 entre el Gobierno de Sudán y el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (ELPS), un movimiento insurgente que tenía sus principales bastiones en el sur, desembocó cinco años después en una consulta popular cuyo resultado intuían no solo John sino muchos otros que decidieron regresar a casa. Lo hicieron por una mezcla de motivos políticos, económicos y sociales, entre ellos el agravio que dicen sufrir entre la población del norte. Son los llamados retornados: 400.000 han llegado en los últimos años al estado de Bahr el Ghazal del Norte.
Pero en el último año hay otro tipo de población que está llegando a la zona septentrional de esta región desde la frontera con Sudán y más al norte. Son 20.000 personas que huyen de la violencia y que se han visto casi desamparadas por el sistema de ayuda humanitaria. Si bien la ONU reconoce a los más de 200.000 refugiados que se alojan sobre todo en grandes campos del noreste de Sudán del Sur, nadie sabe cómo nombrar a estas últimas llegadas a Bahr el Ghazal del Norte, más al oeste. El motivo es que la mayoría escapa de una disputada zona de nadie: asentamientos a lo largo del río Kiir o Bahr el-Arab (el topónimo depende del Sudán desde el que se mire).
“Antes teníamos un río para pescar. Podíamos comprar cabras y vacas. Teníamos sacos y sacos de maíz. Podíamos cultivar todo lo que quisiéramos”, evoca Anthilio Akon, líder de una comunidad que huyó de las orillas del río Kiir. “Cuando vi que ardían nuestras casas, le dije a mi gente que no quedaba nada, que lo mejor era irnos”, suspira. Lo peor es que tras su huida hacia el sur, Anthilio y su comunidad se vieron desplazados en varias ocasiones más porque los lugareños consideraban que estaban ocupando tierras de cultivo y pastoreo.
La familia de este venerable anciano es una de las pocas del campo de Ajok Wol, en Bahr el Ghazal del Norte, que tiene un techo bajo el que refugiarse. Casi todas las demás sobreviven en unas chozas que ni siquiera hacen honor a su nombre, porque se reducen a esqueléticas disposiciones de ramas de árbol. “Estamos sufriendo porque tenemos un problema con la comida y el agua, nuestros niños duermen bajo los árboles, no tenemos refugio y es terrible cuando llueve”, enumera Anthilio.
La temporada de lluvias está empezando en esta región hasta hace unas semanas deprimida por el polvo y que hoy exhibe, al menos fuera de los campos, un verde fluorescente: un crecimiento vegetal que llevará aparejado un aumento de los casos de malaria. En previsión de ello, los equipos de Médicos Sin Fronteras, que ya asisten a estos desplazados a través de clínicas móviles y un centro de atención primaria, están formando a trabajadores comunitarios para que atiendan a la población en los campos cuando estos sean inaccesibles debido a las precipitaciones.
La situación humanitaria es grave tanto para Anthilio como para los centenares de familias esparcidas en esta remota parte del globo, pero para ellos lo primero es velar por su seguridad. “No volveré a Burpeny, nuestro poblado del río Kiir, porque es un campo de batalla. Tanto el Gobierno de Sudán como el de Sudán del Sur dicen que es suyo. Aunque sepamos que es nuestra casa, tenemos que esperar para saber a quién pertenece”, se resigna el anciano.